Me giré despacio.
Julián venía hacia nosotros con pasos rápidos, la mandíbula apretada y los ojos encendidos de pura rabia.
En cuanto nos vio, su expresión cambió. Había decepción, enfado... y una paciencia colgando de un hilo finísimo.
—Papá... —intenté, pero no me dejó terminar.
—¡¿Se puede saber qué demonios ha pasado ahí dentro?! —soltó, frotándose la cara con las manos—. ¡¿En qué estabas pensando, Antonella?! ¡Has montado un espectáculo frente a media prensa!
Tragué saliva. El corazón aún me golpeaba del susto, de la adrenalina, de Hugo.
—Yo solo... —vacilé.
—¿Desde cuándo te importo tan poco? —me interrumpió, seco—. ¿Desde cuándo mi palabra tiene cero efecto en ti? Dímelo, hija. ¿Cuándo perdí tu puñetero respeto?
—Papá... —intenté tranquilizarlo.
—¿Cómo tengo que decir que no quiero veros juntos? —bramó—. ¿Cómo cojones tengo que explicarlo?
—Relájate, Julián —dijo Hugo, con voz baja pero firme.
Mi padre lo miró por primera vez, y no había un ápice de aprecio en aquella mirada.
—Tú —escupió Julián—. Tú mejor no abras la boca.
Hugo no obedeció. Nunca obedecía.
—Esto no es asunto tuyo —dijo, sin apartar la mirada—. Nunca lo ha sido.
En menos de un segundo, mi padre lo agarró por el pecho, cerrando los dedos en la camisa de Hugo y empujándolo contra el coche que había detrás.
—¿En qué puto universo vives para creer que mi hija no es asunto mío? —le gritó mi padre, furioso, tan cerca de su cara que casi chocaban.
Hugo no se movió.
Ni un centímetro.
—Suéltame —avisó, despacio.
—¿A qué nivel de superioridad te crees que estás para pensar que voy a permitir esto?
Hugo le sostuvo la mirada.
—¿Te estoy yo pidiendo permiso, Julián? —respondió. Y con un empujón seco, arrancó las manos de mi padre de su camisa y lo apartó con fuerza—. ¿Me ves esperando tu autorización para algo?
El pulso de mi padre se marcó en su sien.
—No eres más que un capricho, una obsesión que se le ha metido en la cabeza —le escupió—. Y pienso quitártesa, Hugo. Te lo garantizo.
Hugo apretó la mandíbula.
—Inténtalo —lo provocó—. Venga, adelante. Pero te aviso: tendrás que esforzarte mucho.
Julián se acercó de nuevo; aquello no iba a acabar bien.
—¡Estuve dispuesto a perdonarte! —rugió mi padre—. ¡A pesar de lo que me hiciste!
—¡Me perdonaste porque quisiste, Julián! —gritó Hugo, elevando por primera vez el tono—. Y te he sido sincero desde entonces: te dije que no pensaba renunciar a ella.
—¡Me importa una mierda! —se encaró con rabia—. Te digo una cosa: no vas a volver a verla más.
—¿Quieres apostar? —respondió Hugo, y vi cómo mi padre cerraba los puños—. Antonella no es ninguna niña, métetelo en la puta cabeza de una vez.
—¡Crees que estás por encima de todos! —le gritó mi padre, empujándolo—. Que eres el mismísimo dios, tan intocable que puedes hacer lo que te da la gana, sin respetar nada ni a nadie.
Di un paso desesperado hacia ellos.
—¡Basta! —supliqué—. ¡Por favor, ya!
Mi voz quebrada hizo que los dos giraran un instante hacia mí. El instante justo para que la tensión bajara medio grado. Solo medio.
Julián respiró hondo. Un intento de autocontrol que le tembló en la mandíbula. Sus ojos saltaron de mí a Hugo... y volvieron a mí.
Al final soltó un bufido, cansado, rabioso, derrotado solo por la necesidad de no seguir humillándose delante de él.
—Nos vamos. Ya —ordenó.
Hugo esbozó una sonrisa. Una de esas suyas que sacaba de quicio a cualquiera.
—Estábamos en medio de una conversación importante, por si no te habías dado cuenta —puntualizó, y casi me reí por no llorar.
Julián se giró tan rápido que pensé que iba a lanzarse otra vez sobre él.
—¿Perdona? —escupió, con una incredulidad que ardía más que nada—. ¿Me estás vacilando?
Hugo alzó los hombros.
—No es vacilarte, Julián. Es realidad básica —dijo, como si hablara de la temperatura ambiente—. Ella no es una maldita bolsa de equipaje para que te la lleves cuando te salga de los cojones.
—Cierra la boca, Hugo, te lo advierto —rugió mi padre, temblando de pura rabia.
—No se va a ninguna parte.
Julián dio un paso más, pegándose de nuevo a él.
—¿Quieres apostar? —le devolvió la frase, con los dientes apretados.
Esta vez Hugo no pudo disimular la rabia que tiñó su rostro.
—¡Basta! —volví a exigir.
Me giré hacia Hugo, temblando.
—Me voy con mi padre —le avisé, a sabiendas de lo arriesgado de mi decisión—. Hablaremos todos cuando estemos más tranquilos.
Por un segundo, no supe si obedecería. Temí que se acercara, que me besara sin importarle nada, porque sabía que, en el segundo que me tocara, yo tampoco podría parar.
Pero no lo hizo.
No dijo nada.
Y eso, en realidad, me fastidió. Porque sí: tenía ganas de besarlo, de tocarlo, de saber si aquella conversación había sido real o si solo se había dejado llevar por el momento.
Me miró como siempre hacía, con intensidad, clavándose de mil formas en mi interior.
Tragué saliva y agarré la mano de mi padre.
Entonces Hugo dio un paso hacia nosotros, cortando el camino, apoyando su mano en el pecho de Julián.
—Tu rabia no es mi problema —murmuró—. Ya no necesito tu perdón ni tu aprobación. Métetelo en la cabeza y deja de joder.
Me mordí el labio. Lo último que necesitaba era que Hugo siguiera echando más leña al fuego.
Julián lo miró con indiferencia, lo apartó con un manotazo y se dio la vuelta sin decir más.
Caminamos hacia la salida mientras yo sentía la mirada de Hugo clavada en mi espalda.
El trayecto de vuelta a casa fue un infierno.
El silencio de mi padre era más ruidoso que cualquier grito.
Condujo con esa rigidez que lo caracterizaba cuando se contenía y yo mantuve la vista fija en la ventanilla, sintiendo el corazón aún a mil por hora, mezclando la adrenalina con la pura frustración.
#296 en Otros
#1044 en Novela romántica
reencuentros amorosos, odio amistad romance sexo pasado rencor, venganza amor
Editado: 25.11.2025