El mensaje seguía encendido en la pantalla del móvil, iluminando la oscuridad del coche.
"Papá, esta noche duermo con Sofi. No me esperes despierto."
Cínico. Falso. Inútil.
Miré el texto sin parpadear, sintiendo cómo el pulso me martilleaba detrás de las sienes.
Apreté el móvil en la mano mientras miraba por el parabrisas.
A pocos metros, en la arena, el fuego parpadeaba. Y al lado del fuego, estaban ellos.
La mandíbula se me tensó hasta doler.
No me sorprendió. No me pilló desprevenido. Ni siquiera me dolió.
Lo que sentí fue peor.
Una humillación fría, silenciosa, calculada.
Creían que era idiota.
Que no sabría juntar dos piezas.
Que Sofía había parecido de repente.
Sofía, que trabajaba a las ordenes de él.
Observé cómo Hugo la abrazaba.
Cómo la tocaba.
Cómo la envolvía con esa manera suya de apropiarse del aire que respira. Y ella... mi hija... se derrumbaba contra él como si nunca hubiera tenido más refugio que ese hombre.
Sentí la rabia súbita en el pecho, tan afilada que casi me hizo doblarme.
Cuanto más prohíbas, más querrá, me dije a mí mismo.
Era la verdad más desagradable que podía admitir.
Antonella siempre había sido así. Desde niña: cuanto más intentaba protegerla, más buscaba aquello que le negaba. Cuanto más le decía "no", más correteaba hacia el precipicio por puro impulso.
Y yo estaba repitiendo el patrón.
Empujándola hacia él.
Obligándola a desearlo.
Inspiré hondo, aflojando el agarre sobre el volante.
El odio hacia Hugo seguía ahí, latente, hirviendo. El impulso de bajar del coche, de romperle la cara, seguía también, como una segunda respiración.
Pero no era momento de perder la cabeza.
No todavía.
Giré la llave, el motor rugió, y dejé atrás la playa y aquella escena que me arrancaba años de vida.
Tenía que hacer algo distinto.
Algo que funcionara.
Y sabía exactamente adónde ir.
No me resultó difícil encontrar el hotel, tampoco que me dejaran subir a la habitación.
Toqué, la puerta se abrió unos segundos después.
Nico se quedó paralizado al verme, con el cabello revuelto y ojeras marcadas. La sorpresa fue instantánea... y la incomodidad también.
—¿Julián? —preguntó, sin saber si debía saludarme o cerrar la puerta.
—¿Puedo pasar? —pregunté sin rodeos.
Tardó un segundo en reaccionar, pero finalmente se apartó para dejarme entrar. Había frialdad, distancia, claro. Pero también educación.
Era lo que siempre me había gustado de él: era correcto. Serio. Respetuoso.
Demasiado bueno para el desastre emocional de mi hija.
Entré a la lujosa habitación como quien entra a un campo de minas.
—Si has venido a hablar de Antonella... —comenzó Nico, con la mandíbula apretada—, no hace falta. Se acabó. Ya está. No voy a volver a buscarla.
Asentí despacio. No me sorprendió.
—Lo imaginé.
Nico dejó escapar una risa seca, amarga.
—Supongo que estará... con él. ¿No?
No dije nada. La respuesta se le dibujó sola en la cara.
—No puedo mas —añadió, dolido—. No soy ese tipo de persona. No voy a quedarme mirando cómo se va detrás de otro. Tengo orgullo, ¿sabes? Y no soy precisamente un mal partido.
Lo miré unos segundos.
Era un buen chico.
Mejor de lo que yo había sido a su edad.
Mucho mejor de lo que Hugo sería jamás.
Pero la vida no recompensa a los buenos.
La vida recompensa a los hijos de puta.
—Tienes razón Nico —respondí con calma—. Pero a veces uno debe tener paciencia.
—¿Perdón?
Avancé un paso.
Nico retrocedió apenas, desconcertado.
—Sé que todo esto te duele. No soy tan ciego —le dije—. Pero también sé que dos años con mi hija no se borran de un día para otro.
—No quiero ser un consuelo —soltó Nico, herido—. No soy una reserva emocional.
—No, no lo eres —admití—. Pero eres estable. Le diste paz.
Se quedó callado.
—Sé sincero —seguí, sabiendo donde apretar —. ¿Sentiste que Antonella fingía contigo? Todo este tiempo , cuando te sonreía, cuando te abraza, cuando pasabais tiempo junto...¿la viste infeliz?
Negó, lento, analizando mis palabras.
—Porque no lo era. Al contrario, la sacaste de un pozo y le enseñaste una vida mejor. Hugo es como un cáncer, llega, la corroe y ella ni se da cuenta. Pero te seguro que acabará desapareciendo de su vida. No importa cuánto la confunda ahora. No importa lo que crea sentir. Esto... no durará.
Lo dejé un momento para asimilarlo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, desconfiado.
Me limité a sostenerle la mirada.
No iba a darle detalles.
No necesitaba saber nada de lo que estaba planeado.
—Confía en mí —dije—. Hugo se irá. Y Antonella necesitará a alguien que siga ahí cuando pase.
—¿Y quiere que sea yo? —preguntó, sorprendido.
—Eres bueno para ella —confirmé—.No hemos sido precisamente amigos pero la cuidas, con eso me vale.
El silencio se volvió pesado.
Nico tragó saliva. Lo vi debatirse: orgullo contra afecto; dignidad contra esperanza; dolor contra ese amor tonto que no termina de morirse.
Apretó la mandíbula, luego la relajó.
Cruzó los brazos, los volvió a descruzar.
—No sé si debería... —murmuró, casi para sí—. No sé...
Se pasó una mano por el cuello, nervioso.
Miró al suelo,como si buscara alguna respuesta allí.
No dije nada.
Lo dejé pensar.
A veces el silencio hace su trabajo mejor que cualquier palabra.
Finalmente, levantó la vista. Tenía los ojos brillantes de algo que no era exactamente tristeza, pero casi.
—De acuerdo —murmuró—. Puedo mantenerme cerca, para cuidarla y porque a pesar de todo la quiero y pienso como tú, ese hombre la va a machacar como lo hizo en su momento.
Deje caer los hombros. Podía contar con él.
Era el tipo de tierra firme que Antonella necesitaría cuando la tormenta que se avecinaba la dejara sin respiración.
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Editado: 15.12.2025