Lo que siempre fuimos

| Favores

Abrí los ojos despacio, como si mi propio cuerpo temiera despertarse.

La habitación estaba bañada por una luz tenue que entraba entre las cortinas.

Hugo estaba sentado a mi lado, apoyado en el cabecero, el portátil abierto sobre sus piernas. El torso desnudo, los músculos relajados, una ceja ligeramente fruncida mientras repasaba documentos que parecían absorberlo.

Llevaba su camisa.
Grande, suave y con su olor.
La parte superior de mis muslos quedaba expuesta entre las sábanas.

Me incorporé despacio, abrazando la prenda por puro instinto, como si pudiera esconder dentro de ella el recuerdo de la noche anterior.

Él no apartó la vista de la pantalla.

—Buenos días.

Sonreí sin remedio.

—¿Cuánto llevas despierto?

—Lo suficiente para oír cómo murmuras mi nombre hasta en sueños —dijo, encantado.

Le lancé una almohada.

—Qué idiota eres.

Me recosté a su lado, fingiendo desinterés, aunque mi corazón seguía repitiendo es real, es real, es real.

—Así que no fue un sueño —bromeé—. Esto ha pasado.

Hugo alzó la vista.

Una sonrisa lenta, peligrosa, perfectamente arrogante le curvó la boca.

—Créeme —murmuró, cerrando el portátil y dejándolo sobre la mesita—. No podría inventar algo así ni en mis mejores fantasías.

—¿Tienes fantasías? —pregunté, provocadora.

—¿Contigo? —asintió—. Tengo demasiadas.

No me dio tiempo a seguir provocándolo: extendió la mano, enganchó dos dedos en el borde de la camisa que llevaba puesta y tiró de mí como si fuera un imán.

Caí sobre sus piernas sin resistencia. Me acomodó allí como si siempre hubiera sido mi sitio, y yo rodeé su cuello, acercando peligrosamente nuestras caras.

Sus manos firmes se colaron por debajo de la camisa y su tacto me provocó una pequeña descarga eléctrica.

Me besó... o lo besé yo. No sé quién fue primero. Empecé a inundarme de nuevo con su calor y la ropa comenzó a estorbar.

—Estás muy cariñoso esta mañana —susurré, tomando aire, intentando esconder cómo me alteraba sentirlo tan cerca.

—No es cariño —dijo, rozándome la clavícula con la nariz—. Es sentido de la propiedad.

Me reí bajito, apoyando mi frente contra la suya.

Su mano subió por mi muslo, lenta, posesiva.

Mi respiración se desordenó.

Me asentó mejor sobre sus piernas, rodeando mi cintura con ambos brazos, atrapándome contra él.

—Antonella —murmuró con un tono más calmado—. ¿Qué vas a hacer ahora?

Parpadeé, descolocada.

—¿Con qué?

—Laboralmente.

La pregunta me pilló desprevenida.

Por la brusquedad, por el momento... y porque ni siquiera me lo había planteado aún.

No me había dado tiempo.

—Eh... —intenté ordenar mis neuronas—. Aún no lo sé.

Él se tensó un poco bajo mis piernas.

—Ya... —asintió.

Hugo se apoyó mejor en el cabecero, mirándome como si se preparara para una discusión que ya daba por ganada.

—Quizás podría seguir en la fundación —me mordí el interior de la mejilla; no era la mejor idea, pero me quedaban pocas opciones—. Un día Nico me dijo que, aunque nos separáramos, la fundación seguiría siendo mía.

Hugo soltó una carcajada seca.

—Claro. Qué generoso. ¿Y qué más? ¿Prometió dejarte su perro los fines de semana?

Le di un golpe en el hombro.

—Hablo en serio, Hugo.

—Presta mucha atención —sentenció, firme—. No vas a trabajar con él.

—¿Por qué? —arqueé las cejas.

—Porque no —respondió como si fuera una ley universal—. No vas a estar trabajando con tu ex, Antonella. Lo lógico es que vuelvas al bufete: eres abogada, no relaciones públicas.

Me acerqué un poco, apoyando mis manos en su pecho.

—Hugo, no voy a decidir mi vida laboral por ti.

Él me sostuvo la mirada.

—Perfecto. Entonces decide por ti. ¿De verdad quieres seguir vinculada a él? ¿A su familia? ¿A sus reuniones, sus proyectos, su apellido... después de todo lo que ha pasado?

Abrí la boca, dudando y me di por vencida.

No, esa no era una opción.

Hugo aprovechó para llevarse la victoria.

—Bien —dijo, ladeando la cabeza con esa sonrisita que me sacaba de quicio—. Entonces vamos al plan B.

—¿Qué plan B?

—Vienes conmigo.

—¿Contigo... dónde?

—Al bufete, Antonella. Quiero que vuelvas.

Me eché hacia atrás, en shock.

—¿Quieres que vuelva... a trabajar contigo?

Asintió, muy seguro.

—Sí.

—No —zanjé de inmediato.

—Antonella...

—Hugo, quiero hacer algo por mí misma. No quiero que parezca que estoy contigo por trabajo, ni que dependa de ti. Estaba contigo y trabajaba allí; estaba con Nico y trabajaba con él. ¿No ves lo absurdo que suena?

Apartó sus manos de mi cintura, su cuerpo del mío, apartó todo... como si de repente yo quemara.

Volví a sentarme a su lado. Mucho había durado la paz.

—Escúchame —intenté sonar conciliadora—. No sé lo que haré aún. La fundación no es una opción, vale, pero tengo que hablar con Nico y ver cómo llevaremos las cosas.

—¿Qué cosas?

Le sostuve la mirada, nerviosa.

—Toda la prensa está muy pendiente de él —le informé—. Hay que hacerlo con calma; ya lo he humillado bastante como para encima que se haga público.

Él no respondió.

Solo se levantó, dando por zanjada la conversación.

Se fue al armario, abrió la puerta y empezó a vestirse.

Me arrodillé en la cama, mirándolo.

—Hugo... —lo llamé.

Se giró, con el ceño ligeramente fruncido.

—No te pongas cabezota, hazme el favor. Estoy aquí, contigo, saltándome el toque de queda y arriesgándome a una bronca monumental. Lo dejé plantado, lo humillé y le rompí el corazón. Todo por ti.

Hugo me miró como si librara una guerra interna.

Y entonces cedió un milímetro.

Solo eso.

Un milímetro de su postura rígida.

Se acercó de nuevo a la cama y yo rodeé su cuello con mis brazos.




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