Lo que siempre fuimos

| Cuestión de límites

—¿Una cena? —pregunté por décima vez, atascada en la misma frase desde hacía media hora—. ¿Los tres? ¿Tú, Hugo y yo... sentados en la misma mesa?

Julián soltó un resoplido tan fuerte que hasta las cortinas se movieron.

—Antonella, por favor.

—¡Es que no me entra en la cabeza! —seguí insistiendo, porque de verdad no me entraba—. Ayer casi os matáis y hoy... ¿cena? ¿Qué sigue, unas vacaciones familiares? ¿Fiesta sorpresa? ¿Fotos para el maldito árbol de Navidad?

Mi padre se pasó una mano por la cara, gesto universal de hombre al borde del colapso.

—¡Lo ha propuesto él! —vociferó impaciente—. ¿Tú escuchas cuando te hablo?

—Lo siento, es que me parece demasiado —rebatí, plantándome frente a él—. Sé que lo haces por mí, jolín, te lo agradezco, pero... ¿qué os ha pasado? ¿Qué ha dicho Hugo? ¿Qué has dicho tú?

Él cerró los ojos un segundo. Sabía que lo estaba poniendo nervioso, pero es que... ¿cómo se suponía que tenía que procesar eso?

Un día tengo que mentir y escaparme de mi casa para verlo y, al siguiente, pretenden compartir mesa, mantel, cuchillos afilados.

Me crucé de brazos.

—Papá, necesito que me lo expliques un poco —insistí.

—Antonella. —Su tono fue un aviso—. Te prometo que estás agotando mi paciencia.

—Pero es que una cena...

—¡Sí! ¡Una cena! ¡Una que tendré que tragar porque tú me has obligado a aceptar todo esto! —gritó, herido—. Engañándome, montando espectáculos y mintiéndome en la cara solo para verlo. Ya está, lo has conseguido. Lo acepto, lo asumo, me lo trago porque no vas a parar hasta que todo te estalle en la cara.

Cerré la boca.

No porque estuviera de acuerdo, sino porque si seguía, mi padre iba a reventar algo: una vena, un pulmón o el televisor.

Me giré hacia la ventana, los brazos aún cruzados, intentando forzar a mi cabeza a digerir todas las cosas que todavía no lograba procesar.

El día estaba gris.

Hacía juego conmigo.

Después de hablar con Nico, la palabra "paz" había desaparecido de mi vocabulario.

Una conversación que no quería tener, que no había buscado, y que me había dejado el pecho hecho un nudo que no se deshacía de ninguna manera.

Y ahora tenía que... ¿cenar con mi padre y con Hugo?

¿En qué universo tenía yo tanta mala suerte?

Me mordí el labio.

¿Cómo iba a contárselo?

¿En qué momento?

¿Antes de la cena?

¿Después?

¿En mitad del postre?

Daba igual cuándo fuera, lo siguiente sería un enfado monumental y todo por el aire de nuevo.

Respiré hondo.

—Papá... —lo llamé, acercándome a él.

—¿Qué? —preguntó todavía alterado.

—Gracias —le toqué suavemente el brazo—. No sabes lo que significa para mí.

Mis ojos se humedecieron de forma automática.

—No llores —pidió, alzando una mano sin saber dónde ponerla—. Bastante tengo ya con esta cena de mierda.

Reí entre lágrimas, porque al menos no fingía que la idea le agradaba.

—Lo digo en serio —insistió, aunque sus ojos tenían ese brillo suave que solo aparecía cuando bajaba la guardia—. Voy a hacerlo. Por ti.

Otra punzada de culpa me atravesó el pecho.

Porque no era solo eso.

No solo la cena, no solo Hugo, no solo él.

Estaba Nico.

Con su petición, su exigencia, complicándolo todo ahora que parecía que por fin veíamos la luz.

—¿Invitamos a Lucas? —propuse de pronto.

Un cuarto elemento, solo para rebajar la tensión y no convertirlo en una batalla de gallitos por mi atención.

Hubo un silencio breve.

Julián dudó apenas un instante y dijo:

—Bueno —habló—. Díselo, es imposible empeorarlo más.

Lo observé un segundo.

Estaba extraño.

Cansado, sí.

Tenso.

Pero... también había algo nuevo: una rendición pequeña, diminuta, casi imperceptible, pero ahí.

—Entonces perfecto —murmuré—. Le escribo.

Él me sostuvo la mirada.

Y aunque no quería admitirlo, un escalofrío me recorrió entera.

Porque esa cena...

Podía arreglarlo todo.

O podía incendiarlo más.

Dí la conversación por zanjada y subí a mi cuarto. Tenía que llamar a Lucas, pero antes necesitaba pedir más explicaciones.

Hugo contestó al cuarto tono.

—Por favor, si te ha dado un ictus teclea el 5.

Oír su risa al otro lado de la línea me inundó de felicidad.

—Es una cena —se defendió—. He cenado miles de veces en esa casa.

—Sí, Hugo, pero no con mi padre mirándote como si fueras un sacrificio para los dioses —repliqué, sentándome en la cama—. ¿Qué te pasa por la cabeza?

—Es simple —contestó con una calma exasperante—: prefiero cenar que seguir recibiendo amenazas veladas de un hombre que aún no ha decidido si quiere matarme o llamarme yerno.

—No seas idiota.

—¿Qué? Yo solo quiero normalidad, Antonella —su tono era ligero, demasiado relajado—. ¿Es mucho pedir?

—Teniendo en cuenta todo lo que ha pasado, sí —me burlé—. Es muchísimo pedir.

—Pues mira, me esfuerzo —su voz sonó sincera—. Estoy intentando ser... civilizado.

—Tú no sabes ser civilizado.

—¿Ah, no? —respondió, divertido—. ¿Quieres que te recuerde cómo terminan la mayoría de nuestras discusiones?

Me ardieron las mejillas.

—No estamos hablando de eso.

—Siempre estamos hablando de eso —murmuró bajito—. Pero tranquila, no pienso meter la mano debajo de la mesa. A menos que me lo pidas.

—Hugo —advertí, apretando los dientes, ignorando el calor que empezaba a subir por mi cuerpo—. No te la juegues, subestimas la capacidad de mi padre de arrancarte la cabeza.

—Y tú subestimas mi capacidad de meterte mano sin que nadie se dé cuenta.

La corriente eléctrica fue directa. Ese hombre iba a acabar con mi estabilidad emocional.

—Eres imposible —musité, aunque mi voz sonaba más como un suspiro que como un insulto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.