Lo que siempre fuimos

| Un monstruo llamado celos

Caminar por los pasillos de la farmacéutica Varela te hacía sentir irremediablemente pequeña.

Era imposible no hacerlo.

Todo ahí dentro parecía construido para recordarte que estabas en un gigante: las paredes de cristal que dejaban ver laboratorios enteros, los trajes blancos moviéndose como coreografías silenciosas, las pantallas repletas de cifras que yo aún estaba aprendiendo a descifrar.

Y, sin embargo, lo más abrumador no eran los números.

Era él.

Mi padre caminaba a mi lado con esa seguridad que solo da llevar quince años al mando de un imperio... o quizás con esa seguridad que él tenía incluso antes de levantarlo.

Su paso era firme, impecable, controlador.

A veces creía que el edificio entero respiraba al ritmo de sus decisiones.

Yo, en cambio, avanzaba a un metro de distancia, intentando imitar la postura, la calma, la sensación de dominio... y fallando estrepitosamente.

El primer día en la empresa fue una bofetada de realidad.

—Este es el departamento de Regulación —explicó mientras yo intentaba seguirle el ritmo y tomar notas que nunca me daría tiempo a leer—. Te presentaré a Patricia, la directora. Es estricta, pero brillante.

Todo el mundo lo miraba a él.

Pero me miraban a mí también.

Como si fuese una novedad, un rumor convertido en carne y hueso:

La hija del jefe.

Mi padre estaba... radiante. No había otra palabra.

Y a pesar del desastre de anoche, a pesar del nudo en la garganta, a pesar de Hugo...me contagiaba.

Porque cuando Julián se sentía orgulloso, el universo se enteraba.

A media mañana yo estaba agotada. Y emoción o no, empezaba a arrastrar los pies.

—Vamos —ordenó, sin preguntarme si podía más—. Almorzamos en la sala ejecutiva. Te explicaré el organigrama de I+D.

Comimos rápido, casi sin respirar. Él hablando, yo intentando absorberlo todo, preguntando, anotando, sintiendo cómo mi cabeza ardía y se llenaba de cien cosas nuevas por minuto.

Pero era bonito.

Era... nuestro.

Algo que nunca pensé que podría tener con él.

En un descanso de diez minutos —que en realidad eran cuatro, porque mi padre se negaba a comprender el concepto "descanso"— salí a la terraza interna del edificio.

Marqué el número de Hugo.

Una vez.

Nada.

Otra.

Buzón de voz.

Una tercera.

Ni siquiera sonó; lo había silenciado.

Sentí que la sangre me hervía.

—Perfecto —murmuré, apretando el móvil—. Estupendo. Muy maduro.

Respiré hondo, sacudí la cabeza y volví al trabajo como si nada.

Yo también sabía jugar a la indiferencia.

El día pasó volando, para bien o para mal.

Llegamos a casa cuando el reloj marcaba las diez.

Optamos por pedir comida. Nada que a mi padre le supiera a cartón, claro: a domicilio, pero gourmet.

Lo observé moverse entre la cocina, la encimera y la mesa con ese entusiasmo casi infantil que pocas veces le había visto. Parecía... liviano. Feliz.

Y eso me provocó una punzada de no sé qué.
Porque a pesar de compartir esa alegría, no podía estar completa.

No con esos ojos grises revoloteando en mi cabeza.

Nos sentamos a la mesa veinte minutos después.

Mi padre siguió hablando.

Del departamento de Regulación.
De los cambios que quería implementar.
De Patricia y su eficiencia.
De cómo mi presencia había "renovado el aire".
De que la junta había reaccionado muy bien.

Yo asentía, sonreía, intentaba seguirle el ritmo, pero mi cabeza estaba a quinientos kilómetros.

Más exactamente: en un Audi alejándose enfadado.

En un momento, mientras me servía más vino, mi padre sonrió con satisfacción.

—Hoy te he visto distinta, Antonella. Más segura.

Dejé la copa en la mesa.

—Papá —interrumpí despacio, con ese tono que tenía que usar cuando quería que de verdad me escuchara—. ¿Podemos hablar de otra cosa?

Él levantó la vista, sorprendido.

—¿De qué?

Resoplé, dispuesta a abrir una puerta incómoda.

—De Hugo.

El gesto le cambió tan rápido que casi hizo ruido.

Se echó hacia atrás, cruzó los brazos.

—No veo qué hay que hablar de él.

—Justamente eso —contesté con calma—. Que no lo ves.

Él frunció el ceño, como si mi osadía fuese un insecto que acababa de aterrizarle en la nariz.

—Antonella...

—Papá —lo corté, firme—. Hugo se está esforzando.

Julián soltó una risa seca.

—¿Él? ¿Esforzándose? Por favor...

—Sí —insistí—. Te respeta y lo ha demostrado. Pero tienes que relajarte ya.

Mi padre abrió la boca, pero levanté una mano.

—Yo también estoy haciendo mi parte. He aceptado tus restricciones. Estoy intentando mantener la paz. Pero esa paz no puede venir solo de un lado. También tiene que venir de ti.

Mi padre clavó los ojos en la mesa.

—Papá... no soy una niña. No puedes seguir tratándome como si lo fuera.

Él no dijo nada.

—Y tú mismo lo has dicho: hoy me viste más segura. ¿Sabes por qué? Porque estoy empezando a tener una vida que realmente quiero. Y esa vida incluye a Hugo.

La mandíbula de mi padre tembló apenas.

—Y yo he aceptado eso, a pesar de lo que me supone —susurró, como quien admite un crimen—. ¿No te parece bastante?

—No —negué con suavidad—. Tienes que ceder un poco.

—¿Ceder? —su voz se endureció.

—Sí —respondí con firmeza—. Bajar la guardia. Dejar espacio. Aceptar que tengo derecho a vivir, a elegir, a equivocarme, a amar a quien quiera. Y Hugo...

Tragué saliva.

—Hugo forma parte de mi vida. Te guste o no.

Un silencio pesado cayó entre los dos.

—Necesito que te centres en la farmacéutica. No quiero que te distraiga.

—No lo hará —respondí sin titubear.

Julián cerró los ojos, agotado.

—¿Y qué se supone que me estás pidiendo exactamente?

—Lo básico —exigí—. Verlo, estar con él sin tener que pedirte permiso cada segundo. Pasar una, dos o las noches que quiera fuera de casa. SIempre lo he hecho y nunca te ha importado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.