Por primera vez en muchos días, logré dormir.
No demasiado, pero lo suficiente para sentirme más ligera, menos jodida.
Me adecenté lo mínimo, lista para un día de encerramiento en mi casa, y bajé a desayunar.
El olor a café recién hecho me envolvió, y unos huevos revueltos ayudaron a mejorar mi humor.
Mi padre no tardó en bajar y se sentó al otro lado de la mesa, mirándome con esa mezcla de preocupación y enfado que solo él podía sostener a la vez.
—¿Qué tienes pensado para el día de hoy? —dijo al fin.
—Leer, tele y paz.
—No podrías hacerme más feliz, hija -intentó bromear, pero no le salió del todo.
—¿Y tú? —pregunté interesada.
—Trabajo, mucho. Volveré tarde.
—¿Vas a la carrera de los Falcón? —pregunté al cabo de un rato.
—Sí, claro, va todo el mundo.
Me mordí la lengua. No quise preguntarle lo obvio, lo evidente, lo que gritaba por salir.
—¿Sabes... cómo está Hugo? —pregunté de todas formas.
Él suspiró, pero no respondió, y me lo tomé como lo que era: una advertencia de que no estaba dispuesto a hablar más de ese tema.
Me dejó comer en silencio y, en realidad, lo agradecí.
Cuando terminé, me pasó una servilleta y me tocó el hombro con suavidad.
—Me voy, cualquier cosa puede llamarme —dijo, y le besé la mejilla como agradecimiento.
A pesar de todo, seguía ahí.
Subí a mi habitación arrastrando los pies. Apenas me tiré en la cama, oí la voz de mi padre desde la planta de abajo:
—¡Antonella! ¡Baja!
Me incorporé de golpe y bajé los escalones con algo de inquietud.
Nico estaba en la puerta, con una maleta pequeña, una sonrisa amplia y flores.
Flores.
Me dieron ganas de llorar.
—Pero... ¿no venías mañana? —balbuceé.
—Quería sorprenderte —respondió él, acercándose para abrazarme.
Su olor familiar me golpeó. Su abrazo cálido. Su manera de cogerme como si me mereciera, como si todo estuviera bien.
Y yo, como una estúpida, intenté fingir que era suficiente.
—Vaya, qué bien —sonreí, pequeña, culpable.
Mi padre se despidió, lanzándome una última mirada de reprimenda, y nos dejó solos.
—¿Estás bien? —preguntó Nico, tocándome la mejilla—. Estás muy pálida.
—No he dormido mucho —respondí.
Él me besó en la frente.
—Pues hoy no vamos a hacer nada que te estrese, ¿vale? Solo un día para nosotros.
Suspiré, no de alivio, sino de arrepentimiento.
Desayunamos juntos en una terraza donde el sol calentaba sin agobiar. Nico hablaba animado de la fundación, de lo bien que había ido la reunión con sus socios, de lo mucho que crecía la empresa.
Estaba acaparando todas las portadas en la capital.
El brillante heredero haciendo crecer la fortuna de los Vega.
Me reí cuando tocaba reír, asentí cuando tocaba asentir.
Parecía una novia normal.
Parecía que no había roto nada.
Paseamos por el puerto. Él se detuvo en un puesto de pulseras y me compró una preciosa.
—No es un anillo, pero es algo mío —dijo, atándola a mi muñeca.
Yo escondí la mano enseguida porque me ardía.
Porque la última mano que me había tocado ahí tenía los nudillos vendados y me había hecho temblar por dentro.
Él lo notó, un retazo de incomodidad cruzando mi rostro.
—Anto, un día llegará ese anillo. Te lo aseguro —sonrió, y casi me río de incredulidad.
Nico no me conocía.
Yo no quería ningún anillo anclado a mi dedo. No buscaba ser la mujer feliz y sonriente que esperaba en casa con la cena y los niños.
Llegué a pensar que sí, pero ahora todo eso me parecía una condena.
Aún así, le abracé. Porque es más fácil ser amada que amar, que sangrar por alguien que solo se empeña en ponerte contra las cuerdas.
Por la tarde vimos una película tumbados en el sofá.
Nico apoyó la cabeza en mi hombro y me abrazó por la cintura.
Era dulce. Era cómodo. Era perfecto.
Sentí su respiración tranquila y me pregunté cuándo había dejado de hacerme sentir así.
Cuándo había empezado a necesitar algo más oscuro, más intenso, más peligroso.
Y el remordimiento me mordió de nuevo.
Nico levantó la vista.
—Estás rara hoy —dijo, acariciándome la barbilla.
—Solo cansada —repetí la misma mentira por quinta vez ese día.
Él asintió sin más.
—Es una pena —susurró, besando mi cuello con delicadeza—. Tenía una idea muy especial de cómo acabar el día de hoy.
Los besos enseguida se volvieron más intensos. Deslizó la mano por mi vientre y lo frené en seco.
No. Era demasiado cruel para él.
—Tengo la regla —murmuré a toda velocidad—. Lo siento, cielo. También tenía muchas ganas.
Él dejó caer la cabeza en mi pecho, suspirando de resignación.
—Soy un hombre con muy mala suerte —bromeó, hundiendo la cara en mi cuello—. Ahora que por fin volvemos a estar bien, el universo me impide disfrutarlo.
Una zorra, pensé.
En eso me había convertido.
Una mala y dañina.
Le besé, con ganas, porque quería que su boca borrara todos y cada uno de los recuerdos de aquel hangar.
Ya no podría volver a saltar allí.
Lo peor de todo, lo más imperdonable, era que por mucho que lo negara, seguía preocupada por él.
Porque sabía de sobra que Hugo estaba lanzándose al vacío sin una mínima intención de frenar.
La culpa lo estaba avasallando y tenía el ego tan grande que ni siquiera sería capaz de asumirlo, de pedir ayuda, de ser mínimamente humano.
Me separé de Nico.
Mi mente hacía tiempo que había desconectado y no tenía fuerzas para seguir fingiendo.
—¿Nos vamos a dormir?
—Anto —se levantó y agarró mis manos—. ¿Seguro que va todo bien?
Los ojos castaños, puros y preocupados de Nico no ayudaron a mejorar mi estado mental.
—Sí, de veras. Han sido días muy intensos, entiende que me cuesta recobrar del todo la normalidad. Pasé mucho miedo con lo de mi padre y luego Cecilia...
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Editado: 15.12.2025