Lo que siempre fuimos

| HUGO

Había llegado muy temprano.

Demasiado, incluso para mí.

Y aun así llevaba un humor de perros desde que crucé la puerta.

Había dormido una mierda.

Y el simple sonido del ascensor subiendo me taladró la sien como si alguien hubiese decidido clavarme un destornillador en la cabeza.

La pelea con Antonella me tenía más que malhumorado.

Cuando por fin parecía que avanzábamos, cuando hacía todos los esfuerzos posibles para aguantar las gilipolleces de su padre la cosa volvía a empeorar.

—Buenos días —saludó Sofía, entrando con una carpeta.

No contesté. O, mejor dicho, gruñí algo parecido a un saludo.

—Eh... Hugo —dijo ella, con ese tono prudente que usaba cuando sospechaba que yo podía morder—. ¿Tienes un minuto?

—Supongo —respondí, sin mirarla.

—Necesito hablar del contrato de Moran. Dijiste que lo querías hoy firmado...

La miré, esperando la excusa.

—Dije que lo quería ayer. Y tú todavía no me has entregado la versión final.

Sofía resopló, cruzándose de brazos.

—Porque sigo atrapada con las revisiones de la semana pasada. Tú mismo me diste tres cosas urgentes al mismo tiempo, ¿te acuerdas?

—¿Y? —bufé—. No es mi problema que no sepas priorizar.

Ella me lanzó una mirada lenta, cargada de fastidio.

Pero se sentó y seguimos repasando las cláusulas.

Pasaron unos minutos en silencio. Teclados sonando. Mi cabeza latiendo.

Mi humor cayendo en picado.

—Hugo... —me interrumpió, sin levantar la vista—. ¿En esta cláusula... qué quieres que haga con el anexo? No entiendo si lo incorporo o lo dejo aparte.

—Si lees con atención, es obvio —contesté, seco.

—No es obvio —replicó, ahora sí mirándome—. Por eso lo estoy preguntando. ¿Puedes explicarlo?

Le devolví una mirada afilada.

—No tengo tiempo para repetir las cosas dos veces.

Sofía dejó el bolígrafo sobre el escritorio con un golpe sordo.

—¿Me vas a decir qué te pasa o vas a seguir tratándome como si te debiera dinero?

—No me pasa nada.

Ella arqueó una ceja.

—Ajá. Claro. Y yo soy astronauta.

Me observó con demasiada atención, como si buscara leerme la mente.

—Es Antonella, ¿verdad?

Me tensé.
Ahí estaba. La palabra que no quería escuchar.

—¿Eres abogada o psicóloga? —pregunté con más moelstia de la que pretendía.

—Perfecto —dijo Sofía, levantándose—. Soy abogada, no tu saco de boxeo. Así que me voy a mi despacho a hacer las quince mil cosas que me has pedido para hoy.

Sofía murmuró algo por lo bajo —algo que sonó muchísimo a "gilipollas"— pero no me importó.

Cogió sus cosas y salió del despacho, dejándome finalmente en paz.

O eso pensé.

Porque apenas unos minutos después, la puerta se abrió sin llamar.

Por supuesto.

Elena.

Justo lo que necesitaba: gasolina sobre petróleo.

Entró con su andar característico; ese vaivén elegante, seguro, calculado. Zapatos que hacían un clic exquisito contra el mármol. Vestido de esos que rozan la indecencia en la medida exacta que ella domina.

Y, aun así, venía distante. Ni una sonrisa. Ni una mirada. Ni rastro de la dulzura fingida

—Hugo —saludó con un tono casi clínico.

—Elena —respondí, sin levantarme.

Pero esta vez sus movimientos no llevaban intención evidente.

Solo una frialdad calculada que conocía muy bien.

—Ayer no terminamos de revisar los contratos —dije mientras dejaba sus papeles en mi mesa.

—Si, es lo que pasa cuando me echas de tu despacho —recordó.

Ladeó la cabeza, con una sonrisa falsa.

—No te eché, te pedí un momento. Tú decidiste no volver después —aclaré.

No se justificó, tampoco esperaba que lo hiciera.

Tomó asiento en el borde de mi mesa.

Sin pedir permiso.

Como siempre hacía.

—Así que... tienes novia —soltó, como quien comenta el clima.

Me quedé quieto.

—Eso dijo ayer ella. ¿No? —continuó—. Vaya sorpresa. ¿Quién lo diría de ti, Hugo?

—No es asunto tuyo —respondí.

—Oh, ya lo sé —susurró, inclinándose un poco hacia mí—. Pero soy curiosa. Tú me enseñaste a serlo.

Sus dedos tocaron el borde de la mesa.

Luego, sin romper contacto visual, se deslizó a mi lado.

Se sentó literalmente pegada a mí, su perfume envolviendo el aire, y después—como si fuese lo más natural del mundo—se quitó un zapato con la punta del otro.

Y su pie rozó el mío.

Primero suave.

Luego lento.

Subiendo deliberadamente hasta tocar mi entrepierna.

Descarado.

Tan sutil como un ladrillo en la cara.

Mi respiración se tensó—solo un poco, lo justo para que ella lo notara.

Porque me conocía.
Porque sabía exactamente cómo funcionaba mi cuerpo.
Qué botones tocar.
Qué cuerdas tensar.

Y sí.
No era ciego.
Ni muerto.

El contacto encendía chispas.

Elena siempre había sabido incendiar.

Y para ser sincero,en ese momento no me hubiera venido nada mal drenar mi mal humor.

—Sigues reaccionando igual —susurró —. Algo de mí te queda, después de todo.

Recordé sus labios.

Su boca.

Su cuerpo enredado al mío.

Recordé las veces que acabamos en esta misma mesa.

Recordé lo fácil que era.

Lo intensamente fácil.

Y aun así...

No me valía la pena.

Porque podía estar muy cabreado con Antonella pero no iba a perderla.

No arriesgaría nada por un polvo.

Aunque fuera uno muy bueno.

No estaba en ese punto.

Al menos todavía.

Apoyé la mano en su pie, frenandolo.

Muy poco.
Apenas un par de centímetros.
Pero suficiente para que lo entendiera.

Y lo entendió.

Retiró el pie.

Despacio.

—Vaya... —dijo con una sonrisa cortante—. Si que te han pillado.

No respondí.

Ella se acomodó el zapato, elegante incluso en la derrota, y entonces me miró fijamente, sin coqueteos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.