Lo que siempre fuimos

| El vértigo que eliges

Salimos de la empresa casi como si huyéramos.

Y en parte lo hacíamos.

No es que todo hubiera cambiado por arte de magia, es que tratándose de él mis enfados nunca duraban mucho y quería confiar y creer de verdad que no tenía nada con Elena.

Al fin y al cabo no hubiera venido a buscarme, tragándose parte de su inmenso orgullo si no quisiera estar conmigo.

Y para qué engañarme, estar con Hugo era como una hoguera. Sabías que tenía un fin, que la leña se consumiría y solo quedarían las cenizas, pero eso no quitaba que disfrutaras de ese calor tan reconfortante y placentero.

—Ven —ordenó cuando llegamos al coche, cogiéndome la mano como si yo fuera una cosa suya—. Quiero llevarte a un sitio.

—¿A un sitio? —arqueé una ceja.

—Sube —Me abrió la puerta del coche.

Rodé los ojos, pero me metí dentro. Una parte de mí quería preguntar; la otra prefería no hacerlo porque conocía demasiado bien sus “sorpresas”.

El trayecto fue corto, apenas veinte minutos. Lo suficiente para que Hugo condujera con tranquilidad y yo fingiera que no se me aceleraba el pulso cada vez que cambiaba de marcha.

Cuando aparcó, mi boca cayó abierta.

—Hugo… —susurré incrédula—. ¿Por qué estamos en…?

—La pista de los Falcon. —terminó por mí con aire de superioridad—. Te dije que quería enseñarte algo.

El circuito estaba completamente vacío, cerrado, silencioso. Las gradas apagadas, las vallas cerradas, el viento moviendo apenas algún papel olvidado.

Los recuerdos fueron inevitables.

Ahí había acabado todo con Nico… y había empezado con él.

Bueno, reiniciado; empezar, habíamos empezado hacía ya mucho tiempo.

—Hugo, no —me crucé de brazos—. No tengo precisamente buenos recuerdos de este lugar.

—Eso lo podemos cambiar fácilmente —murmuró con malicia.

—Esto está cerrado. ¿Y sabes cómo se llama entrar en propiedad privada? Eres abogado, así que..

Ni me escuchó. Salió del coche y, por instinto, lo seguí.

La verja era alta, no muy complicada, pero con una caída que perfectamente podría romperte un tobillo.

—Esto es un delito —gruñí viendo claras sus intenciones—. Pero uno de verdad, no de metáfora.

—Solo es delito si te pillan —negó él, sonriendo—. Principio básico del derecho, Antonella.

Me mordí el labio, con una mezcla de nerviosismo y, por qué no, emoción.

Agarró mi mano y, antes de que pudiera protestar, ya estábamos saltando la verja.

—Eres insoportable —murmuré.

—Y tú muy lenta —dijo con esa expresión de “tengo lo que quería”.

El circuito parecía el doble de grande, las pistas tan tranquilas, tan silenciosas… cada paso se sentía como conquistar una fortaleza.

Abrió dos puertas, más bien las forzó. Encendía luces, cruzaba salas.

Se movía por allí como si fuera su puñetera casa.

Ese hombre era incapaz de concebir no tener poder sobre algo en este mundo.

Caminamos directo hacia la zona de los mecánicos.

El olor a gasolina y caucho todavía impregnaba el aire. En cuanto vi hacia dónde iba, lo entendí.

—Hugo —Mi voz salió baja. Peligrosa—. No. Ni se te ocurra.

Él ya estaba sacando las llaves de un coche rojo precioso, casi obscenamente perfecto.

Un Fórmula 1 listo para retar las leyes de la física.

—¿Me estas vacilando? —lo acusé, fulminándolo con la mirada—. ¿No te pareció suficiente arriesgar tu vida una vez?

Se plantó frente a mí, con un aire triunfal y seguro, el aire de quien sabía muy bien lo que hacía.

Empecé a unir las piezas.

Hugo + adrenalina + temeridad = deporte favorito.

—¿Corres? —pregunté—. ¿Sabes realmente llevar esa cosa?

—Por algo tenía que sustituir el paracaidismo. —Se encogió de hombros con una tranquilidad mortal.

—Te voy a matar —le advertí—. ¿Sabes el miedo que pasé ese día?¿Sabes lo asustada que estaba?

—Eso te ocurre por no tener fe en mí.

—¿Fe? —bufé, demasiado alterada para ordenar mis ideas

—¿De verdad creías que iba a arriesgar mi preciosa vida solo para impresionarte?

—Para provocarme, mas bien. Para sacarme de quicio —le corregí exasperada.

—Para eso puede, no te lo niego.

—¿Te crees que eres inmortal? ¿Que dios te ha tocado con su varita de la larga vida?

—¿Y me lo dices tú? —se burló.

Se dirigió hasta un perchero metálico, cogió uno de los muchos monos de competición y me lo lanzó sin más.

—Ponte esto —ordenó.

Me giré hacia el Fórmula 1… y lo entendí.

Dos asientos. Un biplaza.

Mis pulmones se olvidaron de funcionar.

—Será una broma.

—Quiero enseñarte algo.

—Lo siento, pero no —retrocedí un paso—. Ni loca voy a subirme a esa cosa contigo.

Él inclinó la cabeza, evaluándome como si fuera un problema que sabía exactamente cómo resolver.

—Antonella… —canturreó—. Los dos sabemos cómo va a acabar esto.

—Hugo, ¡no! Es un circuito cerrado, un coche de carrera, un Fórmula 1. ¿No podemos ser una pareja normal? De las que pasean por el parque y toman un helado.

—No soy hombre de dar paseos por el parque.

—No voy a subir.

—Sí que lo vas a hacer.

—No.

—Vas a venir. —Su voz bajó un tono, grave, inexplicablemente seductora—. No te haría subir si no supiera exactamente lo que estoy haciendo.

—Creo que pocas veces sabes lo que estás haciendo.

—Y aun así siempre acabo arrastrándote conmigo —sonrió como quien tiene todas las de ganar—. No te pasará nada.

—Hugo, esto no es paracaidismo. Una curva mal hecha, una distracción…

—Pues mejor no me distraigas.

—No pienso entrar.

—Sube —repitió, más bajo. Más cerca—. O te subo yo.

Gruñí de impotencia. Sabía que con ese hombre no habría negociación posible.

—Te odio —murmuré, arrebatándole el mono de las manos.

—Perfecto. Yo te adoro. Date prisa.

Cuando regresé, él ya tenía los cascos preparados. Se acercó despacio, como si estuviera coronando su victoria. Me colocó el casco con una delicadeza poco común en él. Apretó la correa bajo mi barbilla, con sus dedos rozando mi piel.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.