El mundo dejó de tener sonido.
Solo veía rojo.
Rojo extendiéndose por su camisa, desde el centro del pecho hacia los lados, rápido, demasiado rápido, como una flor oscura abriéndose donde no debería haber nada más que piel y músculos.
—H-Hugo... —mi voz salió quebrada, rota, ahogada.
Un pitido se apoderó de mis oídos.
Mis dedos temblaron.
Retrocedí un paso, como si el suelo se hubiese hundido bajo mis pies.
Él reaccionó. Miró su propio pecho, parpadeó... y luego soltó un suspiro profundamente irritado.
—Mierda —murmuró.
Yo me quedé inmóvil. No entendía. No podía entender.
Él tocó la mancha roja con dos dedos y los observó.
—No es sangre mía.
—¿C... cómo?
Hizo una mueca, molesto, como si el universo le hubiera hecho una broma de mal gusto.
—Una bolsa. Me la han lanzado.
Yo parpadeé, incapaz de procesarlo.
—Antonella —dijo, acercándose a mí con cuidado—. Estoy bien.
Di un paso atrás, respirando mal.
Un segundo.
Otro.
Otro.
—Antonella —repitió, más bajo—. Mírame.
Y lo hice.
Pero mis ojos seguían viendo la sangre. Seguían oyendo el silbido.
Mi pecho se cerró.
No me entraba aire.
No podía respirar.
Él me agarró con firmeza por la cara, hundiendo sus pulgares en mis mejillas para obligarme a enfocarlo.
—Eh. Respira, Nell —ordenó suavemente—. No es mía. ¿Me oyes? Estoy bien. Estoy completamente bien.
Me jaló hacia él, pegándome al instante contra su cuerpo.
Sentí el olor metálico cerca. Su camisa empapada.
Mi corazón golpeando contra sus costillas.
—Nos tenemos que ir —murmuró sin soltarme—. Ahora.
Me rodeó con un brazo y prácticamente me arrastró fuera de la playa. Oía mis pasos, pero no los sentía.
Llegamos al coche. Me abrió la puerta y me sentó. Se inclinó hacia mí, apoyando su frente contra la mía.
—Estoy bien —susurró, como si con decirlo pudiera reparar la grieta en mi pecho—. Mírame.
Respiré, un poco, lo suficiente para que el oxígeno volviera a mi cerebro.
—¿Qué ha sido eso, Hugo? —pregunté, recuperando la voz.
—Nada que te incumba —mintió descaradamente.
Lo encaré; no podía creerse que fuera tan inocente.
—¿Me ves cara de idiota? —recriminé.
No me contestó. Solo arrancó el coche, como si darme explicaciones no fuera necesario.
—Llévame a casa —exigí.
Estaba bien, por suerte estaba bien, pero el alivio dio paso al enfado.
Volvíamos de nuevo a los secretos y su doble vida,creyendo que a estas alturas podía dejarme al margen.
No se quejó ni intentó convencerme porque ambos sabíamos que ahora él no estaba dispuesto a hablar.
En menos de diez minutos estábamos entrando por mi puerta.
Mi padre estaba en el salón. Apenas giró la cabeza para mirarnos, pero en cuanto vio la camisa de Hugo, saltó del sofá como un resorte.
—¿Antonella?
Dio dos pasos rápidos hacia mí.
—¿Qué ha pasado? —me agarró la cara con desesperación—. ¿Estás herida?
Negué.
Sus manos recorrieron mis brazos, mis hombros, mi costado, buscando sangre, heridas, cualquier cosa.
—Estoy bien... papá... —susurré.
Entonces fijó la vista en la camisa de Hugo.
La mancha roja. La sangre. El desastre.
Su expresión cambió al instante.
—¿Qué cojones ha pasado? —rugió.
—No es mía —respondió Hugo, cansado, irritado—. Ni suya. No la han tocado.
Julián se giró hacia él como un animal dispuesto a desgarrar.
—¿No la han tocado? —avanzó un paso, pecho contra pecho—. ¡¿Te dije que iban a saber que eras tú?! ¡Es un puto aviso, Hugo!
—¿Te crees que no sé lo que es? —respondió él, frío.
—¡Estabas con mi hija! —Julián se rió sin humor—. Tu mera presencia la pone en peligro. ¿No lo ves? Acabará pagando las consecuencias de tu maldita venganza personal.
Mis ojos se abrieron de golpe.
—¿Qué... qué quieres decir? —intenté entender sus palabras.
Hugo no me miró.
Julián sí.
—¿No te lo ha contado? —preguntó, clavándome la mirada.
Hugo tensó la mandíbula.
—¿Contarme qué?
Los miré a los dos.
—Mataron a Leo en prisión hace unos días —soltó mi padre—. ¿Adivinas quién ha sido?
Mi corazón empezó a latir demasiado rápido.
Volví la mirada hacia Hugo, buscando negación, una explicación, algo.
Pero él no dijo nada.
No hizo ni el esfuerzo.
Solo respiró hondo, una vez.
Y eso me lo dijo todo.
—No —susurré, llevándome una mano al pecho—. ¿Has...?
Me callé, incapaz de decirlo en voz alta.
Él me miró al fin.
Y en sus ojos no vi culpa ni arrepentimiento.
Solo aceptación. Fría. Lógica. Perfecta.
—Era un riesgo —dijo en voz baja, sin apartar la mirada de mis ojos—. Debí haberlo hecho hace mucho tiempo.
Sentí el jarrón de agua fría cayéndome encima.
No era que sintiera pena por Leo.
No es que la noticia me supiera mal, me doliera o siquiera me preocupara.
Era algo mucho más profundo y devastador:
Recordar quién era Hugo, sin el barniz del deseo o del caos que me provocaba.
Recordar esa parte de él.
La parte que podía borrar a una persona del mapa sin parpadear.
—¿Cómo se te ocurre? —mi voz se quebró—. ¿Quién manda matar a otra persona así? ¿Como si pidiera una jodida pizza?
—¿Bromeas? —respondió él, dando un paso hacia mí—. Era un peligro, Antonella. Y lo solucioné. Como siempre.
Su tono era tan simple, tan práctico, tan... vacío de dudas, que me dieron ganas de llorar.
—¿"Solucionaste"? —repetí, sintiendo que algo dentro de mí se agrietaba—. ¿De verdad usas esa palabra?
Él frunció el ceño, como si no entendiera por qué yo estaba reaccionando así.
—Antonella —dijo Hugo, más suave—. ¿Qué querías que hiciera? ¿Esperar a que saliera? ¿A que volviera a acercarse a ti? ¿A que los Castaño lo utilizaran?
—Debiste decírmelo —le espeté, sintiendo un nudo enorme en la garganta—. Las cosas no se solucionan así.
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Editado: 15.12.2025