Cerré la puerta de la casa de los Varela con toda la rabia que pude reunir.
No tenía dudas: tocarme los huevos era el hobby favorito de Antonella.
Lo había heredado de su padre.
¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?
¿Por qué era incapaz de ver la realidad, esa que parecía golpearla en cada esquina?
No. Claro que no.
Antonella era demasiado feliz, demasiado inocente para creer que el mundo era tan sucio.
Pero lo era, y tarde o temprano, si de verdad iba a caminar a mi lado, tenía que entenderlo.
No olvidaba su cara cuando vio la sangre; cómo retrocedió, cómo casi le da un infarto solo de pensar en lo que podría haberme pasado.
Y aunque no quisiera admitirlo, en parte eso me gustó.
Me gustó saber que sentía el mismo miedo que siento yo todos los días a perderla, a que me la arrebaten.
Era algo con lo que me había tocado lidiar, algo que ella había impuesto en todo momento tomando las decisiones mas estúpidas, volátiles y arriesagdas que su bonita cabeza era capaz de concebir.
Salí a la calle como si el aire me estorbara.
La sangre empezaba a secarse y el olor metálico empeoraba con creces mi humor.
Aun así, no fui a casa.
El apartamento de Carlos quedaba a diez minutos en coche.
Lo hice en cinco.
Llegué sin avisar. Toqué varias veces, rozando la cólera, hasta que por fin la puerta se abrió.
Carlos me miró como si fuera una especie de aparición satánica.
—La madre que me… Hugo —su mirada se clavó en la camisa—. ¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?
—¿Qué crees que ha pasado? —solté, antipático, rabioso—. Piensa un poquito, venga.
Carlos cerró y se acercó a mí.
—¿Te han disparado?
—No. No es mi sangre.
—Pobre Julián —bromeó.
—No estoy de humor, Carlos. Te lo advierto.
Empecé a dar vueltas por el salón.
No sabía qué hacer, cómo hacerlo ni por dónde empezar.
Apreté los dientes.
—Hugo… —Carlos entornó los ojos, calibrándome—. ¿Qué coño ha pasado?
Me pasé la mano por la nuca. La piel me ardía. No quería decirlo.
—Estaba con ella.
Carlos parpadeó.
—¿Con Antonella?
Asentí. Una vez. Lento. Como si me pesara el cuello.
—Estábamos en la playa —seguí —. En un segundo me lanzaron algo al pecho. Ni siquiera pude ver quién había sido.
—Ha sido Marco.
—Muy bien, Sherlock.
—Hugo —intentó sonar lo más calmado posible—. Quiere encenderte, asustarte. No seas idiota.
Asentí. Quemado. Muy quemado.
—Estaba con ella —repetí—. Si hubiera sido una bala de verdad, si hubiera ido dirigida a Antonella… no habría podido hacer nada. Nada, Carlos. Ni un puto segundo para reaccionar. ¿Entiendes?
Carlos inspiró muy despacio, como si yo fuera una bomba a punto de estallarle en la cara.
—Vale —dijo, levantando las manos con calma—. Entiendo por qué estás así. Pero sea lo que sea que tengas en mente, olvídalo.
—Quiero acabar con él.
—Lo sé.
—Ahora.
—Ya.
—No me importa si es guerra abierta. No me importan los Rivella. No me importa nada.
—Hugo —su tono cambió, firme, irritable—. Para.
Quise pegarle. O pegar a alguien.
Cualquier cosa que hiciera callar el pensamiento que me reventaba el cráneo: podía haber sido ella.
Carlos se levantó, fue a buscar el móvil y volvió. Me lo puso delante: noticias, flashes, titulares.
ENFRENTAMIENTOS ENTRE EL CLAN RIVELLA Y LOS CASTAÑO
LOS CASTAÑO PIERDEN DOS HOMBRES EN 24 H
EL NÚCLEO CASTAÑO BAJO PRESIÓN
—Están ocupados —dijo Carlos—. Los Rivella ya les están dando por todos lados. Y les van a seguir dando. No hace falta que vayas a incendiar nada. Ya está ocurriendo.
—No es suficiente.
—Nunca es suficiente para ti —me miró fijo—. Pero esto no es una guerra por territorio. Esto ha sido una provocación personal. Y tú has picado, como él quería.
—Me da igual lo que quiera.
—Hugo, joder, escúchame, ¿quieres?
—¿No se supone que tenemos gente vigilándola? —le recriminé.
—Sí. En la distancia, en su casa. No detrás de vosotros en cada cita romántica que os dedicáis a tener.
Gruñí, de frustración, de impotencia.
—Me distrae —revelé, porque eso era en realidad lo que más me preocupaba—. No debería, pero lo hace. Cuando estoy con ella… no estoy atento. No lo suficiente.
—Hugo, estás enamorado. No es nada del otro mundo —aseguró—. Estás en esa fase estúpida e irreal en la que solo piensas en estar con ella. A todos les pasa, incluso a un capullo sin corazón como tú.
Sus palabras, lejos de aliviarme, me jodieron más.
—No digas tonterías, no tiene nada que ver con eso —negué, lo más convincente posible—. Esto se está alargando demasiado, Carlos. No voy a estar meses esperando a que ese hijo de puta me pille desprevenido.
—Si entras en su juego con la cabeza caliente, va a sacarte ventaja.
—Ya me tiene ventaja. Lo ha demostrado hace menos de una hora —cerré los puños.
Carlos ladeó la cabeza y respiró hondo.
—Hugo, tienes que esperar. Ahora estás demasiado cabreado para verlo, pero en el fondo sabes que es lo mejor.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque te conozco. No has ido a por él, has venido aquí porque sabes que soy el único medianamente capaz de convencerte, de calmarte y de hacerte ver que esto se gana con paciencia y no con tiros.
Eché la cabeza hacia atrás. Estaba realmente cansado de todo aquello.
Harto de una vida que antes no me pesaba, pero que ahora parecía rodear mi cuello como una soga.
—Vete a tu casa. Dúchate. Cámbiate de ropa. Piensa. Meneatela, lo que sea, con tal de que te calmes.
Lo quise mandar a la mierda.
Pero tenía razón.
No podía tomar ninguna decisión de esa manera.
Con el miedo inminente de que le pasara algo taladrándome la cabeza.
Me giré para irme.
—Hugo —me frenó Carlos —. No ha pasado nada, estaís bien y eso es lo único que debe importarte ahora.
#198 en Otros
#814 en Novela romántica
reencuentros amorosos, odio amistad romance sexo pasado rencor, venganza amor
Editado: 15.12.2025