Lo que siempre fuimos

| La calma antes de la tormenta

No era Hugo.

No era su boca.

Eso fue lo primero que sentí.

Lo segundo, frío.

Frío y nada más.

Como si el mundo entero se hubiera vaciado dentro de mí.

Lo aparté con una mano firme contra su pecho.

—Nico… no. —Mi voz salió rota—. No puedo.

Él parpadeó una vez. Dos. Y luego su expresión —esa calma infinita, esa paciencia eterna— se quebró como un cristal.

—Perfecto —dijo, sin un gramo de simpatía en su voz—. Fenomenal.

—Nico…

—¿Sabes lo que peor? —me cortó, con una risa seca—. Que sigues sintiendo lo mismo y tienes que poner el freno para no dejarte llevar por tus sentimientos.

Se cruzó de brazos, como si intentara contenerse.

—Pero no te das cuenta de nada. Ese tío te tiene obsesionada —continuó—. No vas a abrir los ojos nunca.

—No es eso…

—Es exactamente eso.

Sonaba cansado, resignado, con rencor.

—No voy a seguir aquí eternamente —dijo al fin—. No voy a esperar a que vuelvas hecha pedazos otra vez.

—Lo siento —susurré, tragándome las lágrimas—. Ha sido un error.

—No. —Negó con fuerza—. Me has besado porque has querido. Porque lo necesitabas.

—Nico, te quiero —me atreví a decir—. No lo voy a negar. Te quiero, y eso no va a desaparecer. Pero… —tragué— si tengo que elegir, siempre lo elegiré a él. Siempre. Porque está tan dentro de mí que ya no sé dónde termina él y empiezo yo.

Él cerró los ojos, como si mis palabras fueran un golpe.

Y cuando los abrió, ya no quedaba nada de amabilidad.

—Ya. —Su voz fue apenas un hilo—. Pues nada más que decir, entonces.

Y por primera vez, no intentó abrazarme, ni calmarme, ni convencerme, ni quedarse esperando a que yo me derrumbara para sostenerme.

No hizo nada.

Simplemente se apartó. Dio un paso atrás. Como si yo mordiera.

—Suerte —se despidió—. La vas a necesitar.

No pude decir nada más. No había nada que pudiera arreglar aquello. No tenía derecho a pedirle comprensión. Porque él tenía razón.

Salí antes de hundirme en el suelo, antes de seguir cagándola más.

Pedí un taxi.

El trayecto a casa fue lento, muy lento. Mi respiración pesada, mi cabeza a punto de estallar.

Llegué a casa y solo con mirar la puerta supe que no era allí donde quería estar.

Donde debía estar.

Necesitaba contárselo, todo, de una.

No iba a poder seguir mirándolo a los ojos con eso entre los dos.

Cogí las llaves de mi coche, haciendo el mínimo ruido posible para no despertar a mi padre y volví a salir por la puerta.

Ni siquiera me cambié.

Carlos tenía razón. Había que elegir.

Y yo ya lo había hecho.

Cuando llegué a la puerta de Hugo, sabía lo que se venía.

La pelea, el enfado, su reproche…

Me temblaban las manos. El corazón me golpeaba como queriendo escaparse.

Toqué el timbre.

La puerta se abrió.

Sus ojos grises me recorrieron de arriba abajo, tan claros, tan afilados, tan… Hugo.

La culpa me subió un poco mas a la garganta, amarga, punzante.

—Hugo, yo… —intenté pero no pude terminar.

Él me agarró, pegándome a él, y me besó. Hambriento. Como si no estuviera dispuesto a dejarme hablar.

Mi espalda chocó contra la puerta aún entreabierta y lo pegué más a mí, disfrutando de cada segundo de algo que sabía que podía acabar.

Mis manos temblaron un segundo, pero en cuanto su cuerpo chocó con el mío, ya no quedaba espacio para pensar.

Toda la culpa se disolvió.

Toda la memoria también.

Solo quedaba él.

Me sostuvo, iniciando un delicioso camino de besos desde mi clavícula hasta mi pecho. Se deshizo de mi vestido y hundió la cara en mi piel, erizándome de la nuca a los pies.

Jadeé, perdida ya entre su olor, su tacto, su sabor. Acaricié su espalda, dura, tensa y me levantó del suelo, enredando mis piernas alrededor de su cintura, mientras me dejaba llevar por él.

Me dejó caer en su cama, rodeándome con sus brazos, hipnotizándome con esos ojos claros, casi cristalinos.

Mi respiración se aceleró, necesitaba mas. Siempre iba a necesitar mas de él.

—Quererte es de las cosas mas difíciles que he hecho en mi vida Nell —murmuró contra mi piel y todo mi cuerpo reaccionó solo ante su confesión.

Enredé mis piernas con mas fuerza, porque no quería dejarlo escapar. No quería por nada del mundo que todo aquello acabara. Porque llegados a ese punto, cuando estas tan increíblemente atada a alguien ni siquiera puedes llegar a imaginar una vida sin esa persona.

Apartó un mechón de mi cabello y lo miré, con lujuria, dejando a un lado todo pensamiento que no fuera lo mucho que lo deseaba en aquel momento.

—Mía Antonella, toda tú —me advirtió sin apartar la mirada.

Asentí, porque tenía razón y me levanté un poco, apoyando mis manos en su pecho, sintiendo la dureza de sus músculos bajo mis palmas.

Quería tomar el control, no solo de ese instante, sino de él, de lo que sentía por él.

Me moví con intención.

Deslicé mi cuerpo hacia arriba, sintiendo cómo se separaba de mí por un instante, y luego me coloqué sobre él, a horcajadas, con el pelo cayéndome alrededor de los hombros. Me elevé un poco, mirándolo desde arriba, mientras su erección chocaba contra mi entrepierna, humedeciendola en segundos.

Levanté mi mano y, con la yema del índice, tracé un camino delicado sobre su piel. Empecé en su mejilla, justo donde nacía la sombra de su barba, continué hacia su mandíbula, marcada y firme, siguiendo la línea dura que definía su rostro. El gesto era lento, casi reverente, sintiendo la textura suave de su piel. Mi dedo se deslizó hacia sus labios, rozando el contorno de su boca, hinchada y húmeda por nuestros besos. Me detuve ahí, observándolo, admirándolo.

Entonces lo besé, con hambre, con ansia. Me ayudó a deshacerme de mi ropa interior, se despojó de su camiseta con un movimiento rápido mientras sus manos expertas recorrieron cada curva de mi cuerpo, encendiendo un fuego conocido pero que siempre me sorprendía por su intensidad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.