Lo que siempre fuimos

|Hugo

No sé qué fue lo que lancé.

Solo sé que salió disparado de mi mano y se estrelló contra la pared con un estruendo seco, violento, definitivo.

Cristal.

O cerámica.

Da igual.

Se hizo añicos igual que todo lo demás.

Me quedé de pie, respirando como un animal acorralado, los puños cerrados, la mandíbula a punto de romperse. El eco del golpe aún vibraba en la habitación cuando escuché a Carlos decir mi nombre.

—Hugo.

No lo miré.

—No —gruñí—. No digas nada.

—Cálmate un segundo…

—¿Lo sabías? —me giré de golpe.

Carlos se quedó quieto.
Y ese segundo de silencio me cabreó aún más.

—¿Lo sabías? —repetí, avanzando hacia él.

—Hugo…

—¡Carlos!

Apreté los dientes. Me temblaban las manos de rabia pura. Me agaché y recogí una de las malditas fotos, estampándola en su pecho.

—Esto es la puta gala de los Falcon —escupí—. Tú estabas allí. La viste con él.

Carlos pasó la mano por su nuca, incómodo.

—La vi, sí.

El aire se me atascó en el pecho.

—¿Y?

—Y me acerqué —continuó—. Estaban juntos, pero no…

—¿Pero no qué? —me reí—. ¿No se estaban follando delante de todo el mundo? Qué detalle.

—La advertí —replicó, tensándose—. Le dije que si no te lo contaba ella, lo haría yo.

Eso me frenó en seco.

—¿Advertirla? —susurré—. ¡A quien tenías que advertir era a mí!

—¡No quise meterme en tus putos asuntos!

—¡Una mierda! —estallé—. Me dejaste hacer el ridículo. Dejaste que ese niñato me pillara desprevenido, que se riera en mi cara.

Carlos también perdió la paciencia.

—¡No sabía que se habían besado! —gritó—. No sabía que te iba a mentir. Vi una escena ambigua, una gala, postureo, mierda social. Me dijo que lo hacía por pena, porque se lo debía.

—¿Y te lo creíste? ¿Tan idiota eres?

—Cuidado, Hugo —dijo más bajo—. No voy a pagar yo la mierda de otro.

Di un empujón a la silla, a punto de volcarla.

Sentía la humillación quemarme bajo la piel.

Creía que tenía el control, que ella estaba a mi lado, que todo había valido la pena.

La había subestimado.

Peor aún, la había puesto por encima de mi propia cautela. Y eso, en mí, era imperdonable.

—¿Cómo cojones ha podido hacerlo? —pregunté, más a la pared que a Carlos.

Era una pregunta retórica, hueca, porque la respuesta la conocía bien: porque podía. Porque yo se lo había permitido.

De entre todas las cagadas de Antonella, de entre todas las veces que me había cabreado, de entre todas las decisiones estúpidas que había tomado, esa era con creces la peor.

No el beso, no la traición, sino la burla, la puesta en escena, la forma en que había utilizado mi propia confianza como combustible para su juego.

Me había besado, abrazado, acariciado, queriendo a otro.
Después de hacerlo con otro.

Me había utilizado.

Engañado.

Mentido.

Jodido.

Carlos me sostuvo la mirada un segundo más.

Luego suspiró.

—Coge la chaqueta.

—¿Para qué?

—Porque sí. Vámonos de aquí.

No discutí.

No podía. La cabeza me iba a estallar.

Así que me dejé llevar.

Conduje, buscando mantener el control en algo de mi vida. Carlos no intentó hablar, lo cual agradecí. Necesitaba ese silencio para reorganizar la tormenta que tenía dentro, o al menos para contenerla.

Cuando estábamos en la penúltima curva la vi. A lo lejos, imponente.

—¿En serio? —arqueé las cejas al llegar a la cancha de tiro—. No necesito mejorar mi puntería, Carlos, gracias.

—No es para afinar la puntería.

—¿Entonces? ¿Es la cara de Nico la que estará en la diana? Porque si no, no me vale.

—Vamos.

Suspiré, pero lo seguí.

Necesitaba ocupar la mente con lo que fuera, y de entre todas las opciones esa no me parecía del todo mala.

Entramos en un hall espartano. Un hombre corpulento, con uniforme de seguridad, nos saludó con un asentimiento discreto.

—Pista 3, señor Maldonado —indicó el guardia.

—Gracias, Leo.

Mientras caminábamos por el pasillo iluminado con luces fluorescentes, la humedad y el olor a aceite lubricante y pólvora vieja empezaron a hacerse patentes.

—¿Sabes disparar? —pregunté, arqueando una ceja.

—Sé defenderme.

Carlos deslizó la tarjeta en el lector. La puerta de seguridad se abrió con un clic hidráulico.

—La munición y las armas ya están en la cabina —continuó—. Firmas el registro de armas al entrar y lo cierras al salir. Sin más.

La pista 3 era un largo pasillo estrecho, con paredes acolchadas y cabinas de tiro individuales separadas por mamparas de cristal blindado. Carlos abrió la nuestra. Sobre una mesa metálica ya estaban dispuestas dos pistolas Glock 17 negra, cargadores apilados y un par de cascos de protección auditiva y gafas transparentes.

Me puse las gafas; cogí los cascos. Sentí la presión sobre los oídos. El mundo se redujo a la cabina, el arma y la diana al final de la pista.

Carlos me tendió la pistola.

—No es para afinar la puntería —me miró—. Te conozco: o disparas a algo que no respire o vas a acabar haciendo una estupidez.

Lo miré. Puede que tuviera razón.

El olor a pólvora me llenó los pulmones antes incluso de disparar.

La primera bala salió como un rugido contenido.
Luego otra.
Y otra.

Vacié el cargador.

Carlos me acompañó, por diversión, y me sorprendí bastante al comprobar la buena puntería que tenía mi socio.

Continuamos.

Otra vez.
Cinco.
Seis.

El metal caliente, el retroceso en el brazo, el blanco destrozándose en pedazos.

Y aun así seguía igual.
Igual de cabreado.
Igual de jodido.

Dejé el arma, me quité los cascos y apoyé la espalda contra la pared.

Cerré los ojos, por inercia, para intentar reordenar la cabeza.

Ya no era el cabreo, ni la rabia ni el despecho.

Era la certeza de que todo había acabado.




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