Era poco más de mediodía y la señora Kaminsky había salido a hacer unas compras, por lo tanto, Ginger estaba sola. Con Sebastian. Que era un chico.
Un chico.
Le gustaba pensarlo y hacer gestos desdeñosos frente al espejo.
—Oh, ¿Qué dices Keyra? ¿Qué mi novio está más bueno que el tuyo? —Se abanicó con la mano— Ji, ji, ji. Pues sí. Está más bueno que un chocolate caliente.
—Ginger ¿Irás a tardar mucho? —la voz impaciente y amortiguada de Sebastian la sobresaltó al otro lado de la puerta del baño principal.
—No. ¿Por qué? ¿Quieres entrar?
Ay, Dios. Mejor hubiera dicho «¿quieres entrar después de mí?».
—No, pero es que… ¡Auch! Tu perro no deja de amenazarme de muerte.
***
La situación estaba así:
Tratar de sacar a Sebastian al otro lado de la puerta principal era como tratar de meter a un gato en la bañera.
Tenía las manos aferradas al umbral de la puerta con mucha fuerza.
—Sebastian, esto es ridículo, los vecinos están mirando hacia acá. Sal de una vez. ¿Acaso no estás aburrido de estar encerrado todo el día en mi habitación?
—¿Estás loca? ¿Qué tal si llueve? ¿Eh?
—Acaba de llover. No volverá a pasar hasta dentro de muchas horas.
—Solo mira esa nube —señaló una gigantesca masa irregular gris en el cielo.
Entonces Ginger se acordó de algo que no le había preguntado antes y se sintió desconsiderada en ese momento.
—¿Te duele al cambiar?
Él la miró por encima del hombro.
—No, creo que no… no lo sé, ni siquiera me doy cuenta hasta que noto que todo me queda a dos metros de distancia sobre la cabeza.
Eso era muy raro.
Detrás de Sebastian estaba Ginger y detrás de Ginger estaba Honey, quien aprovechó que Sebastian zafaba un brazo del umbral para lanzarse sobre Ginger con sus dos patas delanteras y esta a su vez chocara contra la espalda de Sebastian haciéndolo caer y rodar por las escalinatas… y arrastrándola a ella también.
Ginger quedó apretada entre un charco que le mojaba la espalda y el pecho de Sebastian.
—¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siempre tienes que ser tan agresiva?
—¡Fue Honey! Además yo no soy… —Sebastian se movió un poco, solo un poco, pero lo justo para que Ginger sintiera toda la firmeza de su cuerpo.
Se mareó.
Honey comenzó a ladrar burlón.
Su corazón latió a tal velocidad que sabía que él lo notaría a través de la ropa.
Ella le puso las manos en los hombros y le dio empujones.
—Quítate, ¡quítate!
Él se apartó sobándose la parte baja de la espalda y le tendió la mano a Ginger para ayudarla a levantarse.
En algún pequeño lugar dentro de ella misma, estaba harta.
Harta. Harta. Harta.
Harta de que cada cosa que pasaba con Sebastian le hiciera perder la conciencia, el control de sí misma.
Le molestaba porque era terreno desconocido para ella.
La chica genio se sentía estúpida por primera vez en su vida.
Esta vez, el problema era que la mano de Sebastian era como un guante para la mano de Ginger. Encajaban como las dos últimas piezas de un rompecabezas.
Tenía el tamaño justo: la de Sebastian era grande y cubría por completo a la pequeña de Ginger.
Él carraspeó y se soltó para luego meter las manos en los bolsillos del pantalón y caminar hasta la banqueta.
—Bien, ya estoy afuera ¿y ahora qué?
Ginger regresó por la correa de Honey y tras cerrar la puerta con llave, caminaron por la banqueta.
No sobra decir que la dirección de Ginger era el número diez de Downing Street, es decir, el palacio de Buckingham estaba tan cerca que su familia y la Reina Isabel II eran vecinas. Aunque claro, nunca tocaban a su puerta para preguntarle si tenía una taza con azúcar que le regalaran, ni le dejaban encargado a Honey cuando toda la familia salía de viaje, ni invitaba a su madre a tomar el té de las cuatro mientras se pasaban los chismes de la loca Duquesa de York. Alrededor de ella se encontraba el parque de Saint James, el Big Ben, el legendario puente de Londres, la abadía de Westminster y un puñado de jardines, teatros y museos; pero de todos esos lugares, Ginger no sabía a dónde ir con un chico.
Doblaron en King Charles Street hasta entrar en el parque Saint James donde Ginger soltó a Honey para que olfateara libremente.
Mientras Sebastian lo veía alejarse con la nariz pegada a las hojas caídas, deseó en silencio que se perdiera y nunca volviera, los perros lo ponían nervioso y huraño. Honey no era la excepción.
***
Sentado en el lado más seco de una banca, Sebastian esperaba.
Había pasado una semana entera. Con sus siete días y seis medianoches.
Una semana entera como un gato. Y bueno ¿qué esperaba? No paraba de llover y llover y llover…y llover.
Bien, tampoco era para quejarse, estaba más que acostumbrado pero, ¿en qué estaba pensando? ¿Dejar que una desconocida con disfraz de camarón lo recogiera como si fuera un peluche abandonado?
¿Por qué simplemente no la atacó como pensaba hacerlo al principio? ¿Por qué no saltó y la arañó en la cara?
La respuesta era sencilla.
Porque quería que lo sacara de ahí.
Abrió los ojos que, hasta ese momento habían estado cerrados y la luz que se colaba intermitentemente entre las hojas del árbol lo cegó.
Vio la espalda de Ginger un poco más allá mientras hablaba con el dueño de un carrito de hotdogs. A pesar de ser alta, su complexión era muy menudita y parecía que su pelirrojo cabello la quemaba como fuego en su piel de fantasma.
A la manera de ver de Sebastian, era muy flacucha, daba tropezones constantemente con cualquier diminuto relieve en el cemento demostrando su grado de arritmia y casi no tenía pechos (sí, hasta en eso se fijó), pero hace un rato… y en la mañana…
—¿Un hotdog?
Sebastian parpadeó cuando se dio cuenta de que frente a su nariz se extendía el alargado alimento.