Lo que viene después

Mamá

Desde hace unos meses que pongo en mi mochila unas cuántas prendas de ropa, mías y de Li, pensando en el escenario fatalista de mi madre perdiendo la cordura. No esperaba que tuviera que usarlas hoy mismo.

Camino a paso lento y cansino, con los ojos hinchados y rojos, en dirección a la casa donde vivo con mi madre. Li ya no viene conmigo, y seguro no podré verla hasta después de unos meses. No sé cómo funcionen esos juicios sobre la custodia, pero decidí dejar a Liliana con papá desde ahora. Después de todo, él tiene razón: en las condiciones que nos encontramos aquí en casa, ganar la custodia le sería muy fácil.

Suspiro lento y cansado mientras mi mano sujeta la perilla de la puerta principal.

—Tengo que conseguirlo —susurro para mí misma—. Tiene que funcionar.

Abro la puerta entonces, encontrándome con la figura de mi madre en una de las sillas en el comedor. Este lugar es tan pequeño que la oscuridad no tarda en devorarlo todo, dejando que la luz de las lámparas que están en la calle se adentren por las ventanas, pero nada más.

Cierro la puerta detrás de mí y avanzo a paso lento en su dirección, pero sin acercarme a ella por completo.

Casi puedo imaginar su imagen: su cabello castaño claro, sucio y sin cepillar, le cae sobre los hombros; su espalda se encorva hacia adelante haciéndola lucir cansada; sus ojos marrones se rodean de manchas oscuras que revelan la falta de sueño. Compararla con lo que fue un día quema más que el mismo fuego, y las lágrimas me inundan los ojos una vez más.

—¿Dónde está tu hermana? —pregunta, pero sus palabras se arrastran más de lo usual, sonando aterradora.

—Se fue —apenas consigo decir y ella frunce el entrecejo, confundida—. Y no va a volver.

—¿Qué? —Se levanta de la mesa a movimientos torpes.

—Si quieres que vuelva, vas a tener que recuperarte —subo el tono de voz, tratando de mostrarme firme aunque estoy muerta de miedo—. Tienes que dejar de beber. Y si de verdad nos quieres de vuelta tienes que olvidar a mi padre.

—¿Y si no quiero hacerlo? —pregunta, encogiendo los hombros en apenas un leve movimiento. Parecería que le está dando igual, pero en sus ojos, en la expresión de su mirada, hay un dolor tan grande que apenas entiendo.

—Me iré también —murmuro.

El silencio pesa en nuestros hombros, durante uno, dos, veinte segundos. No lo sé. Y entonces sus sollozos cortan el aire que es tan denso como niebla. Sus piernas tiemblan y se doblan hasta dejarla sobre el piso, sus manos se aferran a su ropa y hay algo en su llanto, que se desgarra cada vez más, que me hace sentir miedo. Se escucha rota, destrozada, rendida, y me aterra pensar que ya no puede ser salvada.

La noche nos envuelve entre sus brazos mientras yo envuelvo a mamá con los míos, susurrando palabras de aliento y tratando de sujetar sus piezas rotas con todas mis fuerzas.

Sus lágrimas me duelen, pero ahora significan una oportunidad.




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