El regreso del fantasma
Veinte años, veinte inviernos soportando el peso de una existencia que ya no le pertenecía, veinte primaveras viendo florecer un mundo del que nunca volvió a formar parte, veinte años desde la noche en que su infancia terminó, desde la noche en que la muerte se convirtió en su única compañía.
Se suponía que debía olvidarlo, se suponía que debía sanar, pero las heridas que dejó el infierno en su piel y su alma no eran del tipo que el tiempo pudiera curar, escapo lejos, arrancándola de la escena del crimen como si fuera una página en blanco que podían volver a escribir.
Un orfanato en medio de la nada.
Un edificio gris, con pasillos fríos y habitaciones sin color, donde todos los niños estaban rotos de alguna manera, donde los gritos en las pesadillas eran tan normales como el sonido del viento golpeando las ventanas.
Durante años, no pronunció una sola palabra, los psicólogos intentaron de todo: paciencia, castigos, amenazas, cariño. Nada funcionó, la voz de la niña que una vez fue se había extinguido junto con todo lo demás.
Pero los silencios dicen más que las palabras y en su mutismo, guardó cada recuerdo, cada rostro, cada nombre, cada risa burlona de aquella noche, cada susurro de burla cuando la encontraron, cuando la señalaron, cuando la usaron como una advertencia de lo que pasaba con las niñas que no obedecían.
Los años pasaron, la pequeña niña rota se convirtió en una adolescente con el corazón marchito, el orfanato se convirtió en su cárcel, en su hogar, en su infierno personal y en su campo de entrenamiento, aprendió a ser invisible, aprendió a moverse sin ser vista, a escuchar sin ser notada, aprendió a fingir, aprendió a mentir y cuando cumplió la mayoría de edad, cuando la sacaron del orfanato con una palmadita en la espalda y unos cuantos billetes en el bolsillo, el mundo creyó que la habían liberado.
Pero en realidad, la liberación era para ella porque ahora podía hacer lo que siempre quiso hacer, porque ahora, su venganza había comenzado.
Y veinte años después, estaba de vuelta.
El pueblo seguía igual, las calles polvorientas, las casas viejas con puertas rechinantes, los mismos olores a tierra húmeda y madera quemada, el mismo aire sofocante, cargado de secretos que nunca fueron contados, caminó sin prisa, sintiendo las miradas de los pocos habitantes que se aventuraban en la calle a esas horas.
Nadie la reconocía, había cambiado demasiado, su cabello, antes largo y vibrante de color marrón oscuro, ahora era un fuego apagado, oscuro y sin brillo, lo pinto de rojo hace cinco años cuando volvió, sus rasgos eran maduros nada infantil, su piel, antes suave y llena de vida, ahora era pálida como la luna, marcada por la dureza de los años, habían paso veinte años, nadie la reconocería aunque lo intentarán.
Sus ojos... Los espejos de su alma ya no reflejaban nada, solo un vacío profundo, un abismo donde alguna vez hubo esperanza, pero detrás de ese vacío, detrás de esa aparente indiferencia, ardía el mismo fuego de siempre, uno que no se apagaría hasta que todo lo que destruyó su vida ardiera con él.
Ahora solo era "Camila" Un nombre sin peso, sin historia, sin pasado, un fantasma con una nueva identidad, un fantasma que ahora trabajaba como camarera en la única cafetería del pueblo, el lugar donde todas las sombras de su pasado se reunían sin saber que el juicio había llegado para ellos.
—¡Camila! ¡Mueve esos platos, carajo! —gritó su jefe desde la cocina.
"Camila"
Un disfraz más, le gustaba ese nombre, era tan vacío como ella.
Caminó entre las mesas con la cabeza baja, con la mirada perdida en el suelo desgastado, se movía sin llamar la atención, se aseguraba de ser invisible.
Pero sus ojos...
Sus ojos lo veían todo, los reconoció en cuanto cruzaron la puerta del restaurante, a pesar de los años, sus rostros seguían ahí, más viejos, más cansados, pero seguían siendo ellos, los mismos que le arrebataron todo, los mismos que se creyeron intocables, los mismos que nunca pagaron por lo que hicieron, el destino los había reunido en la misma mesa, bebían, reían, contaban historias como si fueran personas normales, como si sus manos no estuvieran manchadas de sangre, pero ella sabía la verdad.
Ella siempre la supo.
Se acercó con la misma expresión neutral de siempre, colocó los vasos sobre la mesa, con la misma amabilidad servicial que había practicado hasta la perfección.
—¿Algo más? —preguntó con voz plana.
Uno de ellos, el líder, el que siempre se creyó superior, levantó la mirada hacia ella con una sonrisa ladina.
—No por ahora, linda —dijo, guiñándole un ojo.
Ella no respondió, no se inmutó, no mostró emoción alguna, solo giró sobre sus talones y se alejó, sintiendo cómo la sangre ardía en sus venas, no tenían idea, no tenían la más mínima idea de lo que estaba por venir.
Aquella noche, mientras cerraban el restaurante y las luces se apagaban, ella caminó por las calles silenciosas del pueblo, sintiendo el peso de su destino en los hombros, la luna brillaba sobre ella, como lo hizo aquella noche, las estrellas parpadeaban en la oscuridad, testigos de lo inevitable y la muerte, su eterna compañera, susurraba en su oído, guiándola.
La venganza estaba cerca, más cerca que nunca y esta vez, nadie saldría con vida.
-------
Los días en aquel pueblo eran monótonos, rutinarios, desesperantes.
Atender mesas, soportar el acoso de los hombres borrachos, aguantar los gritos de los niños que corrían sin control, recibir las órdenes de su jefe como si realmente le importara, todo era parte del papel y a Camila no le gustaba interpretar papeles.
Pero este...
Este era necesario, era su mejor disfraz, se aseguraba de moverse como cualquier otra camarera. Servía los platos sin llamar la atención, respondía con frases cortas y sin emoción, sonreía solo lo justo para evitar preguntas, sin embargo, no importaba cuán silenciosa fuera...
Editado: 07.04.2025