Le dio una calada profunda a su cigarro, sintiendo el ardor del humo en su garganta antes de soltarlo lentamente. Observó cómo se desvanecía en el aire, disipándose como si nunca hubiera existido. Era un pequeño placer autodestructivo, pero le recordaba que aún estaba viva. El dolor también lo hacía. Siempre lo había hecho.
Suspiró, dejando escapar el humo de sus pulmones con la misma facilidad con la que exhalaba su agotamiento. Estaba en un espacio cerrado, pero no le importó. De todas formas, el aire ya estaba contaminado, como ella, como todo lo que tocaba. A veces pensaba que, si no fuera por la venganza y la ira que la mantenían en pie, ya habría dejado de existir hacía mucho tiempo.
—Otra vez fumando.
La voz llegó a su lado, tranquila pero con ese matiz de desaprobación familiar. No se molestó en girar la cabeza. Sabía quién era. Aunque hubieran pasado años, esa voz jamás se había convertido en un recuerdo lejano. La escuchaba todas las noches en sus pesadillas.
Aún así, giró la mirada y la vio sentada en una de las sillas junto a ella. Una mujer hermosa, en sus cuarenta, con el cabello rojizo igual que el suyo. Aunque con algunas canas dispersas entre los mechones que alguna vez fueron fuego puro. A diferencia de ella, el de Camila seguía siendo vibrante, llamativo, sin una sola hebra de gris.
—Mamá —murmuró, su mirada fija en ella.
Su madre había sido la primera en aparecer en sus alucinaciones un año después de la tragedia. Al principio, la consolaba en esas noches en el orfanato, cuando se despertaba sudando y temblando. Ahora, con el tiempo, su imagen se había transformado en el reflejo de su culpa, un recordatorio constante de todo lo que había perdido y de lo que se había convertido.
—Te he dicho que no me gusta que fumes. Es malo para el cuerpo... además de que huele horrible —dijo con ese tono maternal que hacía tanto tiempo no escuchaba.
Camila casi rió. La ironía de la situación era evidente. A ella tampoco le gustaba el olor, pero la sensación de asfixiarse con el humo la hacía sentirse viva... y al mismo tiempo, más cerca de la muerte. Aquella que vestía de rojo cada vez que salía de cacería.
—Lo sé, mamá. Perdón. —Le dio otra calada al cigarro—. Pero es lo único que me calma cuando estoy ansiosa.
El agotamiento era palpable en su voz. Llevaba toda la noche en aquella habitación llena de pantallas, observando y analizando los movimientos de cada persona del pueblo. Le había tomado un año instalar todas esas cámaras de seguridad, una hazaña que solo logró gracias a una fuga de gas que orquestó en la planta local. Los bomberos evacuaron a todos mientras ella se deslizaba entre las sombras, colocando cada ojo invisible donde lo necesitaba. No estaban en todas las casas, pero sí en las suficientes para saber lo que necesitaba saber.
—Lo sé, linda... lo sé —susurró su madre.
Y Camila también lo sabía. Sabía que ella estaba cansada. A diferencia de su padre y su hermana, su madre nunca le pedía que parara. Solo se sentaba a su lado, la acompañaba en su silencio, como lo haría una madre que no sabe cómo consolar a su hija.
Hubo un largo momento de quietud, donde solo el parpadeo de las pantallas iluminaba la habitación.
—Hoy me enteré de algo interesante —dijo Camila de repente, rompiendo el silencio.
Llevó el cigarro a sus labios y exhaló el humo lentamente antes de continuar.
—Martín... uno de los hombres que estuvo esa noche... tiene un hijo de la edad de Lila. Es curioso, porque lo cuida como si fuera de cristal, como si fuera su mayor tesoro. Siempre alardea de lo orgulloso que está de que se haya convertido en fiscal. ¿Sabes qué es lo irónico?
Se permitió una sonrisa amarga.
—Lila también quería ser fiscal. La muerte es curiosa... y cruel.
Le había tomado años descubrir quién era su hijo. A diferencia de los otros hombres, Martín había decidido adoptar el apellido de su esposa en lugar de hacer que ella tomara el suyo. Fue un pequeño obstáculo, pero no uno imposible de sortear. Cuando finalmente lo encontró, también descubrió cosas interesantes sobre él.
—¿Es a quien estás observando ahora? —preguntó su madre, mirando las pantallas.
Camila negó con la cabeza. No. Él era una pieza para más adelante.
Un leve cambio en el ambiente la hizo girar.
—Es hora de trabajar, Camila.
La voz provenía de la otra mujer en la habitación, la vio de pie, una figura esbelta envuelta en un vestido rojo como la sangre, cuando volvió la mirada hacia su madre, ella ya no estaba.
Sabía lo que vendría. Sabía que ninguna madre querría ver cómo su hija consumía su alma.
Dejó caer el cigarro al suelo, lo apagó con la punta de su bota, tomó sus cosas y salió de la habitación, la mujer de rojo la siguió en silencio.
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Las personas que callan cuando se agrede a alguien son tan culpables como los agresores. Camila lo había aprendido en la peor de las noches. Jhoan Blake era uno de ellos. En aquel entonces, hacía guardia frente a su casa para asegurarse de que nadie se acercara. A pesar de que la casa de sus padres estaba en las afueras del pueblo, donde los gritos se perdían en la inmensidad del bosque, quisieron asegurarse de que nadie los escuchara. Jhoan obedeció. Pasó aquella noche sentado junto a la puerta, con los audífonos puestos, ignorando los gritos de auxilio, el llanto sofocado y las súplicas. Un hombre que puede ignorar el llanto de un alma inocente también merece morir.
Para las noches de cacería, Camila siempre se vestía de negro. Sabía que el sigilo era su mejor aliado. Cubría su cabello rojizo, demasiado llamativo, con un pasamontañas, y debajo de este, una peluca castaña en caso de que algún cabello suelto delatara su presencia en una cámara desconocida. Si alguien veía aquel tono de rojo intenso, la descubrirían en un instante. Usaba ropa ancha, diseñada para ocultar su figura. Las botas gruesas y pesadas camuflaban su complexión esbelta, haciéndola parecer más corpulenta. Llevaba un chaleco antibalas porque en aquel pueblo, cualquiera podía tener un arma y disparar sin pensarlo dos veces. Su mochila estaba cuidadosamente preparada con todo lo necesario. Nada podía salir mal.
Editado: 09.03.2025