La chica seguía encogida en la esquina donde había corrido cuando Camila irrumpió en la habitación. Ya no cubría su cuerpo con las manos, sino que se había acurrucado con las rodillas pegadas al pecho, en un intento de protegerse a sí misma del mundo. Su cuerpo era una sombra del que una vez debió haber sido, casi esquelético, con la piel pálida y marcada por una red de cicatrices que parecían no tener principio ni fin. No había recibido atención médica en ningún momento; eso era evidente en la forma en que las heridas habían sanado de manera desigual, dejando surcos gruesos y desprolijos sobre su piel. Camila conocía el abuso cuando lo veía, y esta chica había sido torturada.
Mientras amordazaba a Jhoan a la única cama de la habitación, sintió la rabia creciendo dentro de ella. Su mente se llenaba de pensamientos oscuros. Esa cama, que debía ser un lugar de descanso, era el escenario de los horrores que aquel hombre había cometido contra su propia hija. Y probablemente no solo esa noche. No podía permitirse pensar en eso demasiado, o el dolor de viejos recuerdos la consumiría. Apretó las cuerdas con una fuerza despiadada, asegurándose de que las extremidades de Jhoan se volvieran moradas. Se removió inquieto, gimiendo en su inconsciencia, pero ella ni siquiera le prestó atención.
La chica no representaba una amenaza. Seguía temblando, no de frío, sino de puro terror. Lo último que Camila había esperado al entrar en aquella casa era encontrar algo así. Había notado la falta de información sobre la hija de Jhoan, lo cual había sido sospechoso desde el inicio. Su esposa había muerto cuando la niña tenía apenas nueve años, y después de eso, la pequeña parecía haber desaparecido del mundo. Camila llegó a suponer que también había muerto. Nunca la había visto en el pueblo ni aparecía en ninguna de las cámaras que había instalado en la casa. Ahora lo entendía todo: la había mantenido cautiva en ese sótano todos estos años. Camila sintió una punzada de culpa por no haber revisado el sótano con más atención cuando entró por primera vez. Probablemente la chica había estado allí todo el tiempo, invisible a sus ojos y a los del mundo.
Terminó de atar a Jhoan y dejó escapar un suspiro profundo.
—Tú.—Su voz resonó fría y dura en la habitación. La chica tembló con más fuerza al escucharla.—¿Eres Samantha Blake?
No hubo respuesta. Solo un ligero encogimiento de su pequeño y frágil cuerpo. Camila suspiró con frustración. Estas situaciones eran complicadas para ella. Había desarrollado poca empatía a lo largo de los años y no sabía cómo tratar con una víctima de esa magnitud sin asustarla aún más.
Se acercó y la tomó del brazo con intención de levantarla. No usó demasiada fuerza, pero la chica lloró de inmediato, un llanto desgarrador, descontrolado. Camila cerró los ojos con molestia; lo último que necesitaba era asustarla aún más. Pero tampoco podía dejarla allí. No se arriesgaría a que, en un ataque de desesperación, terminara liberando a Jhoan. Esa noche no podía permitirse errores.
Con cuidado, la guió fuera del sótano y la llevó hasta la cocina, sentándola en una silla. Se dirigió al lavaplatos y sirvió un vaso con agua. Lo dejó frente a ella, sin obligarla a tomarlo, pero esperando que lo hiciera cuando se sintiera cómoda.
Desde esa nueva perspectiva, pudo verla con más atención. Sus heridas eran incluso peores de lo que había creído en un inicio. Había cortes, hematomas viejos y nuevos, quemaduras mal curadas. Tenía la apariencia de alguien que no había recibido un día de descanso en su vida.
—¿Quién... eres?—La voz de la chica era apenas un murmullo tembloroso. Las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas, pero ni siquiera parecía notarlas. Salían solas, sin esfuerzo, como si llorar ya fuera parte de su naturaleza.
Camila se inclinó ligeramente hacia ella. Observó la expresión en su rostro, el leve brillo de esperanza que había comenzado a encenderse en sus ojos apagados.
—Probablemente tu salvación.—La frase salió en un susurro, pero la chica la escuchó claramente. Durante un breve instante, sus ojos brillaron con algo que se parecía a la esperanza.
Pero entonces, un ruido seco resonó desde el sótano.
— Despertó, es hora de trabajar Camila —
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Jhoan Blake se removía con violencia sobre la cama, luchando desesperadamente contra las ataduras que le impedían moverse. Las cuerdas estaban tan apretadas que sus muñecas y tobillos habían adquirido un tono morado, el entumecimiento recorriendo sus extremidades como un veneno. Gruñía entre dientes, forzando sus músculos con toda la fuerza que le quedaba, pero era inútil. No recordaba exactamente qué había pasado antes de perder la conciencia; solo una figura oscura, un destello y la nada. Ahora, su única certeza era que debía salir de ahí antes de que todo empeorara.
Su respiración se volvió errática al darse cuenta de algo que lo dejó helado: su hija no estaba. ¿Dónde demonios estaba esa mocosa? ¿Por qué no venía a ayudarlo? Intentó mirar alrededor, pero la penumbra del sótano y su posición restringida le impedían ver más allá de su propio terror.
Un estruendo sacudió la habitación cuando la puerta se abrió de una patada. Jhoan se sobresaltó, su cuerpo convulsionándose de manera involuntaria sobre la cama. El gran bulto de carne que era su cuerpo tembló al ver la silueta que se recortaba en la puerta. Era la misma figura de antes, envuelta en negro, un pasamontañas ocultando su rostro. Pero sus ojos... sus ojos eran lo único visible, y en ellos no había rastro de piedad.
Camila avanzó con pasos firmes y controlados, su mirada oscura clavada en él. Cada movimiento suyo estaba impregnado de determinación, de la fría certeza de alguien que ya no duda, que ha tomado una decisión inquebrantable.
—¿Sabes quién soy? —preguntó con voz baja, letal. No necesitaba gritar; el veneno en su tono era suficiente para helar la sangre de cualquiera.
Editado: 09.03.2025