Tac. Tac. Tac.
Los largos dedos de la pelirroja golpeaban el mármol de la mesa con un ritmo constante, como si el sonido pudiera ayudarla a organizar sus pensamientos desordenados. No sabía qué hacer. Durante años había planeado esto, ajustando cada detalle a medida que los acontecimientos se desarrollaban, preparándose para cualquier situación inesperada o peligrosa. Pero esto... esto estaba más allá de todo lo que había previsto.
La chica seguía en el asiento donde la había dejado hacía horas, exactamente en la misma posición. No se había movido ni un centímetro. Su cuerpo, aún desnudo, temblaba de forma casi imperceptible. Había pasado más de diez horas con Jhoan, y aunque él ya no estaba, la chica continuaba encogida, retraída, con la mirada perdida en un punto fijo de la mesa.
Camila la observó en silencio. No tenía miedo de que la chica intentara escapar o atacarla. No tenía la fuerza ni la voluntad. Estaba rota. Fragmentada en un millar de pedazos que tal vez nunca podrían volver a juntarse.
—¿No tienes frío? —preguntó en un intento de hacer que reaccionara.
Pasaron varios segundos antes de que la chica pestañeara y desviara su mirada perdida hacia ella. Sus labios se separaron ligeramente, como si quisiera responder, pero no emitió sonido alguno. En cambio, formuló otra pregunta.
—¿Qué pasó con ese hombre?
Su voz era apenas un susurro, quebrada por el llanto contenido, y aunque la pregunta la sorprendió, Camila no se alteró. Había esperado muchas reacciones de la chica, pero no esta. Se quitó el pasamontañas con un movimiento lento y dejó que la chica viera su rostro por primera vez. Sin cambiar su expresión, volvió a formular su propia pregunta.
—¿Eres Samantha Blake?
La primera vez que lo había preguntado, la chica solo se encogió más en su rincón sin responder. Pero ahora, aunque no emitió palabra, asintió con la cabeza. Un simple movimiento que confirmaba lo que ya sospechaba.
Camila suspiró y se recostó en su asiento, manteniendo la mirada fija en Samantha. La acción pareció sobresaltarla, aunque no reaccionó más allá de tensar los hombros.
—Ese hombre ya no te lastimará más. —Su voz era firme, segura—. Y aunque creas lo contrario, yo tampoco lo haré. Pero quiero que me cuentes qué pasó. ¿Cómo llegaron las cosas hasta este punto?
El silencio se extendió entre ambas, pesado y sofocante. Camila se recostó en su asiento con la paciencia de quien ha escuchado el peor de los relatos y sabe que este será otro más en su lista. Sin embargo, algo en los ojos de Samantha le dijo que lo que estaba a punto de escuchar superaría sus peores expectativas.
La chica temblaba, con los brazos rodeando sus piernas como si pudiera desaparecer en sí misma. Cuando finalmente habló, su voz sonaba hueca, como si ya no le perteneciera.
—Al principio... él lloraba —dijo Samantha con un hilo de voz—. Se encerraba en su habitación y no salía. Me dejaba sin comida, sin agua, sin luz. Solo gritaba el nombre de mi madre y rompía cosas. Pensé que iba a matarse. Lo deseaba.
Sus uñas se enterraron en la piel de sus rodillas, dejando marcas rojizas.
—Pero no lo hizo. Una noche, después de días sin aparecer, entró a mi habitación tambaleándose... apestaba a alcohol. Se sentó en el borde de la cama y me miró. Su mirada... no era la de mi padre. Me acarició el cabello como lo hacía antes, cuando todavía éramos una familia. Y luego...
Se detuvo, su respiración entrecortada. Sus labios temblaron, pero continuó.
—Al principio solo eran toques. Sus manos eran pesadas, ásperas, calientes. Me decía que me parecía mucho a mamá. Me decía que ella le había dejado solo y que yo debía llenar ese vacío. Yo no entendía. Solo tenía nueve años.
Las palabras se rompieron en su boca y las lágrimas volvieron a correr por su rostro.
—Me encerró en el sótano cuando intenté huir. Solo salía cuando él quería verme... cuando quería tocarme. Me dejaba sin comer, sin agua, hasta que ya no podía moverme del hambre. Y entonces bajaba, con una sonrisa, con comida caliente en las manos y me decía que solo tenía que "ser buena" para que me dejara comer.
Camila cerró los ojos un momento. Podía imaginarlo. Demasiado bien.
—Cuando cumplí once, comenzó a traer a sus amigos. Decía que yo era un regalo. A veces los dejaba "jugar" conmigo. Si lloraba, me golpeaban. Si gritaba, me cortaba. Cuando dejé de gritar, cuando dejé de reaccionar, se enojaba aún más.
Samantha levantó la mirada, perdida en un vacío aterrador.
—Una vez me dejó encerrada por días. Días enteros sin comida ni agua. Pensé que iba a morir. Y cuando regresó... me dijo que había sido mi castigo por intentar hablar con alguien en la ventana. Me rompió los dedos con un martillo. Uno por uno.
Se rió de manera seca, sin vida.
—Pero nunca los curó. Solo me dejó ahí, retorciéndome de dolor hasta que mi cuerpo se acostumbró a estar roto.
Camila no dijo nada. Solo observó a la chica que tenía enfrente, que no debería estar viva, que no debería ser capaz de hablar.
—Después de un tiempo... dejé de sentir. Dejé de llorar. Era más fácil así.
Samantha levantó la mirada, encontrándose con los ojos de Camila.
—Hasta hoy.
Dijo con voz rota, pero con la esperanza en ella.
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Estaba distraída en sus pensamientos cuando alguien se sentó frente a ella. Levantó la mirada y se fijó en el hombre. Era un tipo en sus treinta, alto, más atractivo que el promedio, con el cabello castaño perfectamente peinado. Vestía un traje costoso que le quedaba impecable, y su reloj de lujo brillaba bajo la luz tenue del restaurante. Pero lo que más destacaba de él era su presencia: irradiaba peligro a pesar de la sonrisa relajada que esbozaba.
La pelirroja puso los ojos en blanco en cuanto lo vio. Se encontraban en un restaurante exclusivo en la ciudad, uno que garantizaba anonimato y discreción, un lugar donde se reunían cada cierto tiempo.
Editado: 09.03.2025