La noche envolvía Black Hollow en un manto de sombras densas, como si el pueblo entero quisiera esconder los secretos podridos que lo habitaban. La luna, apenas un gajo entre las nubes, lanzaba una luz enfermiza sobre la espesura del bosque. Las ramas desnudas se mecían con el viento helado, susurrando historias de muerte y desesperación. Camila avanzaba con pasos calculados entre la maleza, el sonido de las hojas secas crujiendo bajo sus botas apenas perceptible en la inmensidad del silencio. Detrás de ella, Mauro caminaba con la misma sigilosa precisión, su cuerpo alto y robusto apenas una sombra entre los árboles.
—No puedo creer que me estés metiendo en tu casa como un amante fugitivo —murmuró el moreno con su tono burlón, rompiendo la quietud espectral de la madrugada.
Camila giró la cabeza, lanzándole una mirada fulminante antes de seguir avanzando.
—Calla y entra —espetó en voz baja, con fastidio, mientras empujaba la puerta trasera de su casa.
El interior era frío y sombrío, con un aire de abandono que no tenía que ver con la falta de cuidado, sino con la ausencia de vida. La casa se erguía en los límites del pueblo, conectada directamente con el bosque, lo que la hacía un refugio perfecto para alguien como ella. Nadie se acercaba por allí; la gente de Black Hollow era supersticiosa, y los rumores sobre la familia Blake aún flotaban entre los pasillos oscuros de la memoria colectiva.
Black Hollow. Un pueblo ahogado en su propia hipocresía, con apenas 5,000 almas, cada una aferrada a su papel en la farsa de una comunidad unida. Pero Camila lo conocía bien. Bajo las fachadas de casas bien cuidadas y sonrisas forzadas se ocultaban mentiras, crímenes y verdades demasiado atroces para ser aceptadas. Lo había aprendido cuando era niña, cuando aún creía que este lugar podía ser su hogar. Se había equivocado. Este pueblo no merecía redención.
Camila encendió la luz tenue de la cocina, revelando un espacio austero pero ordenado. En la mesa aún estaba la taza de té frío que había dejado horas antes, cuando su mente aún intentaba procesar todo lo que Samantha le había contado. Ahora, la presencia de Mauro le recordaba por qué estaba aquí.
Él recorrió el espacio con la mirada, cruzando los brazos sobre su pecho.
—Así que volviste a comprar la casa de tu familia después de que la subastaran. Debo decir que es un movimiento... interesante. —Su tono tenía una mezcla de burla y comprensión.
Camila apretó la mandíbula.
—No iba a dejar que esos bastardos se quedaran con ella. —Sus dedos tamborilearon sobre la mesa, una vieja costumbre cuando su mente trabajaba demasiado rápido. —El pueblo es una manzana podrida. Pensé que lo sabía todo, pero después de lo que esa chica me contó... —Su voz se apagó, como si la sola idea de repetir las palabras de Samantha dejara un sabor amargo en su boca.
Mauro la observó en silencio por unos segundos, antes de asentir con gravedad.
—Déjame verla. —Su tono era serio ahora, el aire despreocupado de antes había desaparecido. No era solo curiosidad; él sabía exactamente lo que implicaba cuando Camila decía "tengo una chica como las tuyas". Sabía lo que significaba rescatar a alguien de un infierno que nadie más veía.
Camila asintió y se dirigió al pasillo. Sus pasos resonaban en la casa silenciosa, una marcha que sabía que cambiaría el curso de todo. Porque si algo Mauro y ella entendían mejor que nadie, era que algunos pecados no podían ser perdonados. Y Black Hollow estaba lleno de ellos.
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Había llevado a Samantha a su casa por precaución. No podía arriesgarse a que alguien más la interceptara, no solo porque no sabía quién podría ser aliado de Jhoan en el pueblo y haber contribuido a su tortura, sino también porque ella tenía un sistema. Un sistema que seguía al pie de la letra en cada asesinato.
A Jhoan lo había torturado de todas las formas posibles. Quería verlo sufrir, verlo suplicar. Le había desprendido los genitales con un pequeño cúter, impidiendo que se desmayara, y lo había quemado vivo para que, hasta el último momento, sintiera la agonía que sintió su hermana. Siempre se quedaba sentada frente a ellos mientras fumaba su cigarro y los veía sacudirse en la cama, intentando escapar de las llamas. Pero Camila quería que sintieran el infierno en vida, y esperaba de corazón que todos sus días en el infierno fueran igual de agonizantes… o peor.
Abrió la puerta de la habitación de invitados donde descansaba Samantha. La chica había tenido un ataque de ansiedad cuando Camila la sacó de la casa. Para evitar llamar la atención, la sedó y la cargó hasta su hogar. Le había puesto ropa cómoda, trenzado el pelo y la había dejado descansar. Se notaba que no lo hacía desde hacía mucho tiempo. Horas antes, Camila había salido, lidiado con la casa de Jhoan y luego buscado a Mauro.
Sintió una incomodidad en el pecho. Pensamientos desagradables vinieron a su mente con fuerza. Tenía envidia de Samantha. Porque ella sí pudo ser salvada al final de ese infierno. Porque alguien la sacó de allí. Pero a su familia la dejaron en el fuego. Camila hubiera deseado que alguien, igual que ella, los hubiera salvado. Un justiciero. Dios. La luna. Alguien que llegara. Pero no pasó. Y por eso ella estaba viviendo en el infierno también.
—Está destrozada —dijo Mauro con delicadeza, observando a la chica dormida en la cama. Si no fuera por sus marcas y desnutrición, sería más guapa que el promedio. Debería ser una chica risueña que en estos momentos estuviera escogiendo a qué universidad asistir. No aquí. No en la cama de una desconocida. Aunque, sin duda, eso era mucho mejor que haber seguido al lado de su padre.
—Eso puedo ver —respondió Camila con indiferencia.
Mauro no se perturbó ante la falta de empatía de la pelirroja. La conocía. Sabía que Camila no lo hacía por voluntad propia; solo se había vuelto incapaz de comprender a los demás. Estaba ahogada en su propio dolor. Y para ella, ese era el único dolor que existía y que importaba. Mauro lo entendía. Había visto lo que ella había vivido. Y aunque su vida tampoco fue color de rosa, era mucho mejor que la de la pelirroja.
Editado: 09.03.2025