El cuerpo de su hijo ardía en una fiebre intensa. Con impotencia Francisco Escobar veía como su pequeño Ramiro convulsionaba inconteniblemente. En el brazo de su hijo, una gran herida sangraba profusamente. La desesperación del padre iba en aumento al darse cuenta que no podía llevar a su hijo a la seguridad de un hospital, aquella noche no era seguro salir, sin importar cuan grave fuera la situación en su hogar.
Como cuidador del antiguo cementerio de San Antonio, a Francisco le habían otorgado una hermosa vivienda junto al panteón, si bien quedaba cerca de cinco kilómetros del pequeño pueblo, era una distancia corta para realizar en su vieja bicicleta. Le costaba trabajo entender como nadie había querido tomar tan buen trabajo, donde nadie le estuviera dando órdenes y en el cual, hasta una casa ofrecían, por lo que, sin dudarlo, aceptó el ofrecimiento. No pasó mucho tiempo hasta que él y su hijo de seis años se instalaran.
Todo marchaba de maravilla. El lugar era increíblemente tranquilo. Pasaron aquellos calurosos días de diciembre jugando en una improvisada piscina natural que habían hecho construyendo un pequeño dique en un arroyo que pasaba justo detrás de su casa. Todo era tan perfecto, solo estaban él y su hijo que lo miraba con admiración. A pesar de que su esposa lo había abandonado sin darle siquiera una explicación cuando lo despidieron de su último trabajo, dejándolo a él y al pequeño completamente solos, había podido salir adelante.
Pero todo cambiaría aquella noche en que la luna llena brillaba amenazante entre las oscuras nubes que poblaban el cielo nocturno. El viejo cementerio repleto de tumbas y criptas antiguas, algunas de más de cien años, lucía especialmente desolador. Una espesa neblina cubrió el lugar con su gris manto, dejando entrever las siluetas de las cruces y estatuas del camposanto.
Francisco y su hijo terminaron de cenar y se disponían a acostarse. El viejo reloj de pared indicaba que ya eran casi las once de la noche. Era demasiado tarde para que un niño de seis años permaneciera despierto, pero como estaba en el receso escolar, su padre se lo permitía.
Mientras Francisco ayudaba a su hijo a cepillarse prolijamente sus dientes, un fuerte sonido llamó su atención. El sonido de un fuerte impacto contra una puerta venía desde el cementerio. Permaneció en silencio intentando oír. De pronto aquel sonido se produjo de nuevo. Alguien estaba intentando abrir una de las criptas.
― ¡Maldita sea! Deben ser algunos mocosos que no tienen nada mejor que hacer que molestar a los muertos. ―Maldecía mientras buscaba su linterna.
―Hijo Necesito que te quedes un momento solo. Papá enseguida vuelve.
El pequeño permaneció observando desde la puerta abierta como su padre se dirigía al cementerio tropezándose repetidas veces por no poder ver su camino.
―Más les vale que se larguen! ―Gritaba enojado mientras alumbraba entre medio de las tumbas. El tenue haz de luz de su linterna apenas le permitía distinguir los nichos entre la espesa niebla. Recorrió el cementerio, pero no vio señales de los culpables de aquel fuerte sonido.
―Quizás ya se han marchado. ―Pensó y luego emprendió el regreso.
Mientras caminaba con cuidado entre las tumbas más antiguas, sin identificaciones, cruces ni lápidas, casi indistinguibles del suelo común cubierto de césped, Francisco tropieza y cae pesadamente. Su linterna cae y su luz se apaga. Adolorido, tantea el terreno buscando su linterna hasta que la encuentra. Al encenderla se horroriza, la luz ilumina una gran silueta negra que sale de una de las criptas y se pierde entre las otras tumbas. Sin saber de qué se trataba, se dirige hacia el nicho abierto. Era la cripta de la familia García, la familia más rica del pueblo. La enorme construcción sobresalía de entre las demás. Francisco se acercó con lentitud, al observar la puerta metálica adornada hermosamente con vidrios de colores, notó que estaba abierta con violencia.
–¿Quién anda ahí? –Preguntó mientras empujaba lentamente la puerta para observar el macabro contenido de la sepultura.
Cuando alumbró hacia la oscuridad de la tétrica bóveda se horrorizó. Allí estaba arrojado sobre el suelo el ataúd del señor Leopoldo García, fallecido una semana atrás. La tapa de su cajón se encontraba arrojada junto a la pared hecha pedazos.
–¿Quién pudo hacer esto? –Preguntó en voz baja.
Aunque era un hombre muy valiente, al que jamás le había asustado pasar una noche solo en un cementerio, aquella noche sintió por primera vez un miedo atroz, un miedo que le recorría la espalda como una serpiente helada reptando hasta su cuello.
Lentamente se acercó hasta el cajón abierto. Aunque todo su ser quería salir corriendo de allí, no pudo evitar la curiosidad de averiguar lo que estaba sucediendo. Cuando iluminó hacia el interior del cajón, Francisco no pudo evitar dar un grito de espanto. Allí estaba el obeso cuerpo del señor García, con grandes mordidas en sus brazos, piernas y cara, algo lo había estado devorando. La mitad de su cara era irreconocible, un revoltijo de carne putrefacta arrancada a mordiscos colgaba junto con un ojo. La imagen era pavorosa. EL corazón del cuidador latía velozmente. Aunque respiraba profundamente, sentía que le faltaba el aire. Sus manos temblaban y sentía que sus piernas eran dos castillos de arena a punto de derrumbarse. Inhaló y exhaló pausadamente intentando calmarse.
Luego de unos minutos sus piernas dejaron de temblar y decidió salir de allí. No sabía lo que había sucedido, pero de algo estaba seguro, iban a echarle la culpa. Maldiciendo por lo bajo, se encaminó hacia su casa. Cuando pasó la alambrada que separaba el cementerio de su casa, sintió un alivio. La puerta abierta de su casa invitándolo a entrar en la seguridad de la luz. En lo alto, sobre el techo de la casa, podía observarse la luna que emergía entre las oscuras nubes que la habían tapado por unos minutos iluminando la escena. Francisco la miro por un momento, era una imagen bellísima, como si se tratara de una pintura de algún artista famoso. Pero la escena se volvió horrorosa en tan solo un instante, tan breve como un respiro.