La lluvia siempre había sido su cómplice. Esa tarde, sin embargo, las gotas que golpeaban con furia contra los ventanales del café sonaban a reproche. Elena los observaba desdibujar la ciudad, convirtiendo las luces de los coches en manchas de color que se deslizaban sobre el asfalto oscuro. En su taza, el té de jazmín se enfriaba, olvidado. Llevaba cuarenta y siete minutos esperando, y con cada uno que pasaba, la certeza de que su vida estaba a punto de cambiar se solidificaba como una losa en el estómago.
Había llegado puntual, como siempre. Había elegido la mesa del rincón, la que tenía la mejor vista de la puerta y, a la vez, ofrecía una falsa sensación de intimidad. Se repasó mentalmente: vestido azul marino (discreto, pero elegante), el pelo recogido en un moño que empezaba a ceder por la humedad, las manos entrelazadas sobre la mesa para disimular su temblor. Todo en ella era orden, previsibilidad. Hasta hoy.
La campanilla de la puerta sonó, arrancándola de sus pensamientos. Un hombre entró, empapado, sacudiendo el agua de un abrigo oscuro. No era Daniel. Su mirada, sin embargo, se posó en Elena con la intensidad de un rayo láser. Fue un instante, un cruce de destellos en la penumbra del local, pero le bastó para que el aire se le atorase en los pulmones. Esos ojos, del color de la tormenta, no la observaron; la escudriñaron, como si en un solo segundo pudieran desmontar cada una de las paredes que con tanto cuidado había construido a su alrededor.
El hombre pasó de largo y se sentó a dos mesas de distancia. Elena desvió la mirada hacia su reloj. Cincuenta y dos minutos. Daniel no vendría. La humillación, aguda y punzante, le quemó las mejillas. Se había armado de valor para este encuentro, para escuchar las explicaciones que él le debía desde que desapareció de su vida sin una palabra, y él ni siquiera había tenido la decencia de presentarse.
Con movimientos bruscos, buscó en su bolso la cartera para pagar. Sus dedos tropezaron con el filo de una tarjeta de visita que no reconoció. La sacó. Era negra, mate, con unas simples letras plateadas:
Atrévete a dejar de esperar.
- A.
No había número, ni dirección. Solo ese mensaje enigmático y esa inicial, tan arrogante como la mirada del hombre del abrigo. Elena alzó la vista, buscándolo instintivamente. Él estaba inclinado sobre un cuaderno de bocetos, dibujando con una concentración feroz. Como sintiendo su mirada, alzó la cabeza y le dirigió una sonrisa leve, casi imperceptible, antes de volver a su trabajo.
El corazón le latía con un ritmo desbocado. ¿Era una broma? ¿Una casualidad macabra? ¿Quién era ese hombre y cómo había metido esa tarjeta en su bolso?
Recogió sus cosas con prisas repentinas, decidida a escapar de aquel lugar que de repente se sentía opresivo. Al pasar junto a su mesa, no pudo evitar echar un vistazo furtivo al cuaderno. Y se detuvo en seco.
Sobre el papel, trazado con líneas seguras y expertas, no había un paisaje ni un bodegón. Era ella. Su perfil, su mirada ansiosa dirigida hacia la ventana, la línea tensa de sus hombros. La había capturado con una precisión dolorosa, convirtiendo su espera y su decepción en arte.
—Te robé tu desilusión —dijo el hombre, sin levantar la vista del dibujo—. Parecía demasiado pesada para llevarla sola.
Elena no supo qué decir. La furia, la curiosidad y una extraña fascinación luchaban dentro de ella. Eso era una invasión, una locura.
—¿Quién es usted? —logró articular, con una voz que no sonaba como la suya.
Él cerró el cuaderno y la miró de nuevo, y esta vez la tormenta en sus ojos parecía dirigida directamente a ella.
—Alguien que prefiere crear sus propias oportunidades a esperar a que se presenten. La pregunta, Elena, no es quién soy yo. La pregunta es si tienes el valor de descubrirlo.
Y entonces, extendió la mano, no para saludar, sino en una invitación. Sobre su palma descansaba otra tarjeta idéntica, pero esta vez, en el dorso, había escrito a mano una dirección y una hora. La de esta noche.
Elena miró la mano extendida, luego la tarjeta, y después esos ojos que le prometían el fin de su mundo ordenado. Tomar esa decisión no sería solo cruzar una línea. Sera saltar a un abismo.
Y lo más aterrador era que, por primera vez en mucho, mucho tiempo, sentía unas ganas irracionales, una locura, por caer.
Editado: 25.11.2025