La dirección resultó ser la de una galería de arte en un antiguo edificio de piedra, escondida en una callejuela que Elena solo conocía de pasada. La lluvia había amainado a un persistente llovizna que envolvía las farolas en un halo fantasmagórico. Durante todo el camino, una voz en su interior, la voz de la razón que siempre guiaba sus pasos, le gritó que diera media vuelta. Que un hombre que ponía tarjetas en el bolso de extrañas y las dibujaba sin su permiso era, como mínimo, una señal de alarma.
Pero otra voz, más débil, recién despertada y sedienta, susurró: ¿Y si?
Empujó la pesada puerta de madera y se encontró con un silencio sepulcral. La galería estaba a oscuras, salvo por un foco de luz cálida que iluminaba una sola escultura en el centro de la sala principal. No había nadie. El aire olía a trementina, cera de abejas y algo más, un perfume amaderado y especiado que le resultó vagamente familiar.
—Decidiste caer.
La voz de él surgió de las sombras, haciendo que diera un pequeño respingo. Apareció llevando dos copas de vino tinto, su figura alta recortándose contra la penumbra. Ya no llevaba el abrigo empapado, sino un jersey negro de cuello alto que acentuaba la palidez de su rostro y la intensidad de sus ojos tormentosos.
—No he decidido nada —replicó Elena, esforzándose por mantener la firmeza en la voz—. He venido a buscar una explicación. ¿Quién es usted? ¿Por qué me hizo eso?
—Me llamo Axel —dijo, como si ese nombre lo explicara todo. Acercó una de las copas—. Y te lo hice porque tu quietud en medio de la tormenta era la escena más vibrante que he visto en semanas. El arte a veces es un robo, Elena. Robamos un instante, un sentimiento, para darle eternidad.
Ella rechazó la copa con un gesto. Axel sonrió, sin ofenderse, y la dejó sobre un pedestal vacío.
—¿Y esto? ¿Una galería cerrada a media noche? ¿Es su forma de impresionar?
—Es mi estudio —aclaró él, haciendo un gesto amplio—. Y esto —señaló la escultura iluminada— es por lo que vine a la ciudad.
Elena siguió su mirada. La escultura era una figura humana retorcida, hecha de metal y vidrio roto, que parecía luchar por liberarse de su propia forma. Era caótica, dolorosa y extrañamente bella.
—¿Y qué es?
—La locura de amar —respondió él, su voz suave pero cargada de una emoción cruda—. O al menos, mi versión de ella.
Durante la siguiente hora, Axel no le hizo más preguntas personales. En cambio, la guió por la galería a oscuras, iluminando con una linterna pequeña distintas obras. Cada pintura, cada escultura, hablaba de pasión desbordada, de obsesión, de la delgada línea entre la devoción y la destrucción. Le habló de su proceso, de cómo el arte no era para él belleza, sino verdad, por más brutal que esta fuera.
Elena lo escuchó, hechizada. Su mundo era de horarios, de reuniones, de certezas. Este hombre vivía en un universo de emociones salvajes y preguntas sin respuesta. Y, para su sorpresa, se encontró contándole pequeñas cosas. De su trabajo como editora, de su vida meticulosa, de cómo Daniel había sido un punto seguro en su mapa hasta que desapareció.
—La seguridad es una prisión elegante —murmuró Axel, deteniéndose frente a ella—. Y tu ex te hizo el mayor favor al no venir. Te dejó en libertad.
—Eso no es un consuelo.
—No era mi intención consolarte. Era mi intención despertarte.
Cuando Elena se dio cuenta, había pasado dos horas. Y había aceptado la copa de vino. Y estaba sonriendo. Al despedirse, en la puerta de la galería, Axel no intentó tocarla.
—¿Vas a volver a tu mundo ordenado, Elena? —preguntó, su aliento formando un pequeño nube en el aire frío de la noche.
Ella lo miró, sintiendo la losa en el estómago haberse transformado en un batir de alas.
—No lo sé.
Él asintió, como si esa fuera la respuesta correcta.
—Cuando quieras saberlo, vuelve.
Elena se alejó por la callejuela, sintiendo su mirada grabada en la espalda. No se sentía violada, ni asustada. Se sentía... vista. Y eso era más aterrador y más embriagador de lo que jamás había imaginado.
Editado: 25.11.2025