La semana siguiente fue un tira y afloja entre dos realidades. En su piso, impecable y silencioso, Elena intentaba sumergirse en la rutina. Pero las páginas de los manuscritos que corregía se leían como letras sin sentido, y el silencio ya no era paz, sino vacío. El rostro de Axel, sus palabras, la imagen de sus manos creando belleza a partir del caos, se interponían constantemente.
Daniel, como era de esperar, llamó. Su voz al otro lado del teléfono sonaba a excusas vacías: "Una emergencia de trabajo", "Se me fue el teléfono", "Podemos quedar la semana que viene". Antes, esas palabras la habrían llenado de una ansiosa esperanza. Ahora, solo sonaban a hueco. A falso. Comparaba su predecible desdén con la intensidad cruda y honesta de Axel, y no había color.
La tentación de volver a la galería era un zumbido constante bajo su piel. ¿Era atracción? ¿Curiosidad? ¿O simplemente la necesidad de sentirse viva de nuevo, aunque fuera a riesgo de quemarse?
Finalmente, cedió. No fue a la galería, sino que lo buscó de la única manera que se le ocurrió: fue al café. Se sentó en la misma mesa, a la misma hora, y pidió el mismo té de jazmín. Esta vez, no esperaba a nadie. O quizá, lo admitió para sus adentros, esperaba que él apareciera.
Y apareció.
Esta vez no llevaba abrigo. Entró con la tranquilidad de quien sabe que es esperado, y se sentó frente a ella sin pedir permiso.
—Sabía que volverías —dijo, y en su tono no había arrogancia, sino certeza.
—¿Y cómo lo sabías?
—Porque la gente como tú, Elena, la que ha vivido toda su vida en blanco y negro, cuando ve el color aunque sea un segundo, es incapaz de conformarse con menos.
No llevaba el cuaderno de bocetos. En su lugar, sacó del bolsillo un pequeño objeto envuelto en un trozo de tela de lino. Lo desdobló con cuidado y lo puso sobre la mesa. Era una pequeña escultura, una réplica en miniatura de la figura retorcida de su galería, hecha de alambre y una única y diminuta pieza de espejo roto.
—Es para ti —dijo—. Para que recuerdes que la locura también tiene su belleza.
Elena tomó la pequeña escultura. El alambre era frío, el espejo afilado. Era incómoda de sostener, imposible de ignorar. Perfecta.
—¿Por qué yo, Axel? —preguntó, por fin la pregunta que la carcomía—. Podrías tener a cualquier mujer. ¿Por qué perder el tiempo con una... una espectadora de la vida?
Axel inclinó el cuerpo sobre la mesa, reduciendo la distancia entre ellos hasta que ella pudo ver las pequeñas motas de plata en sus ojos grises.
—Porque, Elena —susurró—, los espectadores son los que más anhelan el espectáculo. Y yo no quiero tenerte. Quiero desatarte.
Ella contuvo el aliento. Las reglas de su mundo decían que se levantara y se fuera. Que aquello era demasiado intenso, demasiado rápido, demasiado peligroso.
Pero las reglas habían cambiado.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó, su voz apenas un hilo de sonido.
La sonrisa de Axel fue lenta, devastadora.
—Empezando por esto.
Y, tomando su mano, la giró suavemente para que la palma quedara hacia arriba. Con la yema del dedo, trazó una línea desde su muñeca hasta la punta de su dedo corazón. Un simple contacto, eléctrico y prometedor. Un primer paso, mucho más íntimo que cualquier beso, hacia el abismo.
Editado: 25.11.2025