Locura de amar

Capítulo 4: La Anatomía del Deseo

El trazo de su dedo en su palma fue como un surco de fuego. No fue un contacto, fue una incisión. Elena retiró la mano con una sacudida instintiva, como si hubiera tocado la bobina al rojo vivo de un transformador. El aire en el café pareció enrarecerse, cargado con el ozono de una tormenta personal a punto de desatarse.

Axel no se inmutó. Se reclinó en su silla, observándola con la intensidad de un naturalista estudiando una especie rara. Esa calma suya, esa certeza absoluta, era tan perturbadora como excitante.

—Tienes miedo —afirmó, no preguntó.

—No—mintió Elena, frotándose la palma como si pudiera borrar la sensación fantasma—. Tengo… prudencia.

—La prudencia es el nombre educado del miedo—replicó él, bebiendo un sorbo de su café negro, sin endulzar—. Es la capa de pintura que le echamos al pánico para que parezca sentido común.

Elena miró la pequeña escultura de alambre y espejo roto. Su propio reflejo, distorsionado y multiplicado en los fragmentos, la observaba. Era una imagen de lo que sentía por dentro: hecha pedazos, cortante, pero extrañamente luminosa.

—No sé qué quieres de mí, Axel.

—Ya te lo he dicho.Quiero ver qué hay debajo de la capa de pintura. Quiero el pánico, la rabia, la pasión. Quiero la verdad. Tu marioneta de sociedad —dijo, con un desdén suave— te queda mal. Es como un vestido que compraste dos tallas más pequeño.

Esa frase le dolió más de lo que debería. Porque era cierta. Daniel, sus amigas, su trabajo impecable… todo era un disfraz que se le había quedado pequeño hacía años, y ahora le apretaba hasta ahogarla.

—¿Y tú? —contraatacó, sintiendo una chispa de su antigua firmeza— ¿No serás tú otra marioneta? La del artista torturado y misterioso. Es un cliché, ¿no lo sabías?

La sonrisa de Axel se amplió, mostrando los dientes. Parecía disfrutar de su contraataque.

—Excelente.Ahí está. El primer destello. Y para responder a tu pregunta: sí, lo soy. Todos lo somos. La cuestión no es si eres una marioneta, sino quién sostiene los hilos. ¿Prefieres que los sostenga un hombre vacío como Daniel, que ni siquiera se molesta en moverte con gracia? ¿O prefieres agarrarlos tú misma, aunque al principio tus movimientos sean torpes y violentos?

Se levantó, dejando un billete sobre la mesa.

—No voy a pedirte que vengas conmigo.No hoy. Voy a pedirte que hagas una cosa por ti misma.

Elena lo miró, hechizada. Esperaba una invitación a su loft, a su estudio, a su cama. Esa desviación la desconcertó.

—¿Qué?

—Esta noche, cuando estés en tu casa perfecta, delante de tu ordenador corrigiendo las palabras de otros, quiero que hagas una sola cosa. Rompe algo.

Elena parpadeó.

—¿Qué?

—Algo que no importe.Un lápiz. Un vaso. Un folio. Pero hazlo con intención. Siente el sonido. Siente la liberación de destruir algo, aunque sea pequeño, de forma deliberada. Es un primer paso para acostumbrarte a la idea de que las cosas pueden romperse. Y que el mundo no se acaba por ello.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se marchó, dejándola otra vez sola, pero con su silencio ahora lleno de un nuevo y peligroso eco.

Elena pasó el resto del día en un estado de ensoñación alterada. La reunión de trabajo fue un murmullo lejano. La llamada de Daniel, a la que contestó con monosílabos, sonó como el eco de una vida que ya no le pertenecía.

Llegó la noche. Se sentó frente al ordenador en su impecable estudio. La pantalla brillaba con un texto ajeno. Y allí, al lado del teclado, estaba el vaso de agua de diseño que Daniel le había regalado para su aniversario. Frío, perfecto, impersonal.

Tomó el vaso. Lo sintió frío y liso entre sus dedos. Contuvo la respiración.

Y luego, con un movimiento rápido y decisivo, lo estrelló contra la pared de yeso blanco.

El estruendo fue atronador en el silencio. Los fragmentos de cristal llovieron sobre el suelo de madera pulida como un millón de estrellas cayendo. Un acto de puro, deliberado vandalismo contra su propia vida ordenada.

Se quedó allí de pie, jadeando, mirando los destellos en el suelo. Y entonces, por primera vez en años, una risa le brotó del pecho. Una risa nerviosa, liberadora, casi histérica.

No era felicidad. Era poder.

En el otro extremo de la ciudad, Axel, en la penumbra de su estudio, sonrió frente a su caballete. No necesitaba verlo para saberlo. Lo sentía. El primer hilo había sido cortado. El espectáculo, por fin, estaba a punto comenzar.




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