La euforia duró exactamente siete minutos.
El tiempo que tardó Elena en dejar de temblar, en que la risa se convirtiera en un jadeo y luego en un silencio punzante. Los fragmentos del vaso esparcidos por el suelo de tarima pulida ya no parecían estrellas caídas, sino los restos de un crimen. Un crimen menor, íntimo, pero un crimen al fin. Cada destello de cristal era un reproche.
Se arrodilló, no con la furia liberadora del momento, sino con la precaución de una cómplice limpiando la escena. Recogió cada esquina, cada astilla, con una toalla de papel, sintiendo el filo diminuto de los trozos contra la yema de los dedos. Era un recordatorio físico, tangible, de lo que acababa de hacer. Al terminar, bolsa de basura en mano, se sintió vacía. No arrepentida, sino… expectante. Como si al romper el vaso hubiera activado un mecanismo y ahora solo pudiera esperar a que sonara la alarma.
Se sentó de nuevo frente a la pantalla, pero las palabras eran sólo signos sin significado. Su mente no estaba en el texto, sino en los poros de sus manos, en el oído, tratando de captar cualquier cambio en el silencio de la casa. ¿Estaría más hueco? ¿Más vivo?
El sonido de la llave en la cerradura la hizo saltar. El corazón le golpeó las costillas como un pájaro enjaulado. Daniel. Llegaba antes de lo habitual.
Entró con su rutina impecable: colgó el abrigo en el perchero, dejó el maletín junto a la consola, y se acercó para besarla en la mejilla. Su aroma, la misma colonia amaderada de siempre, le resultó de repente opresivo.
—Cariño, ¿estás bien? —preguntó, pasándole una mano por el hombro—. Estás pálida.
—Sí, sí. Solo un poco de cansancio. Un día largo —desvió la mirada, concentrándose en un punto sobre su hombro.
Daniel asintió, pero su mirada, usualmente distraída, se posó en ella con una curiosidad inusual. Dio un paso atrás y su zapato de cuero hizo un ruido crujiente. Se agachó.
—¿Qué es esto? —preguntó, alzándose con un pequeño y afilado triángulo de cristal entre el pulgar y el índice. Era un fragmento diminuto, casi invisible, que se le había escapado a Elena. Brilló bajo la luz del flexo como una mirada burlona.
Elena contuvo la respiración. El mundo se redujo a ese cristal.
—Oh, eso —dijo, forzando una risa que sonó falsa y estridente incluso para sus propios oídos—. Se me cayó un tarro de crema. Una tontería. Creí haberlo recogido todo.
Daniel giró el fragmento, estudiándolo. No era el cristal de un tarro de cosméticos. Era grueso, de corte perfecto, el mismo de su vajilla de diseño.
—Tenga cuidado —dijo él, con una calma que no delataba si había creído la mentira o no—. Podría haberse hecho daño.
Dejó el cristal sobre el escritorio. El clic fue seco y final.
—Voy a darme una ducha —anunció, y se dirigió hacia el baño, pero se detuvo en la puerta—. Por cierto, he estado pensando… hace mucho que no sales de tu rutina. Quizás este fin de semana podríamos ir a la casa del lago. Solo nosotros dos. Sin distracciones.
Era una oferta de paz. Una reafirmación de su mundo. Pero a Elena le sonó a una orden disfrazada. A un intento de encerrarla de nuevo en la jaula justo cuando acababa de saborear, por un instante, el sabor agrio y embriagador de la libertad.
—Suena… bien —mintió.
Daniel asintió, satisfecho, y desapareció en el baño.
Elena se quedó mirando el fragmento de cristal sobre su escritorio. Era la prueba. No del vaso roto, sino de su propia fractura. Y entonces, su teléfono vibró sobre la mesa. Una notificación. No era de un número desconocido, sino de una red social, un mensaje directo.
El nombre de usuario era solo una "X". El mensaje, un enlace a una canción. Una pieza clásica y visceral: "El Claro de la Luna" de Debussy. No había texto. Solo la música.
Lo entendió al instante. No era una pregunta. Era una respuesta. Axel había escuchado el sonido de su ruptura a través de la ciudad, y esto era su aplauso. Su invitación al siguiente movimiento.
Pulsó "reproducir". Las primeras notas, líquidas y melancólicas, llenaron la habitación. Y mientras la ducha corría al fondo y su prometido intentaba lavar el día de encima, Elena cerró los ojos y, por primera vez, no se sintió vacía. Se sintió llena de un silencio nuevo, un silencio que tenía la forma de una promesa y el sonido de un derrumbe.
El espectáculo, efectivamente, ya había comenzado. Y ella ya no era solo la espectadora. Se había convertido en parte del elenco.
Editado: 28.11.2025