El estudio de Axel no olía a pintura y trementina, sino a polvo de piedra, metal y café fuerte. Un olor a trabajo físico, a sudor y materia prima. No era el santuario ordenado que Elena había imaginado, sino el caos organizado de una mente que veía el potencial en los desechos.
Esculturas mitad mecánicas, mitad orgánicas surgían de la penumbra como criaturas dormidas. Trozos de motores oxidados se fundían con torsos de yeso. Rollos de alambre, láminas de latón y pilas de libros viejos con las páginas arrancadas se amontonaban en un orden que solo él parecía comprender.
Axel no la recibió con una sonrisa, sino con una evaluación. Sus ojos recorrieron su cuerpo, desde los zapatos de tacón, inadecuados para ese lugar, hasta el jersey de cachemira que parecía una burbuja de lujo en un taller de herrería.
—Has venido —dijo. Era una observación, no un cumplido.
—Recibí tu mensaje —respondió Elena, cruzando los brazos. Se sentía transparente.
—La música no era el mensaje. Era el ambiente. El mensaje lo traes tú en los ojos. Aún ves los fragmentos del vaso en cada superficie lisa.
Elena desvió la mirada, culpable. Era exactamente lo que había estado haciendo durante todo el camino hasta allí.
Axel se giró y caminó hacia una mesa de trabajo abarrotada. Tomó un bloque rectangular de arcilla gris, húmedo y pesado, y lo dejó caer con un golpe sordo sobre una plancha de madera frente a ella.
—Quítate los zapatos.
Elena parpadeó.
—¿Perdón?
—Los zapatos. Te desconectan del suelo. Estás flotando en una nube de comodidad artificial. Aquí piso tierra. Tierra y polvo. Quítatelos.
La orden era tan absurda, tan íntima y a la vez tan impersonal, que la desarmó. Titubeó, pero luego, movida por un impulso que no era del todo suyo, se desabrochó los tacones y los dejó a un lado. El suelo de cemento estaba frío y áspero bajo sus pies. Una sensación primaria, casi olvidada. Se sintió más vulnerable, pero también más real.
Axel asintió, aprobatorio.
—Bien. Ahora, el jersey. Vas a ensuciarlo.
—¿Qué?
—No es una pregunta —dijo él, y había un destello de impaciencia en su voz—. No he traído aquí a la princesa de la torre de marfil para admirar el paisaje. La he traído para que cave en el barro. ¿Crees que la creación es un acto limpio? Es un parto. Es sangre, sudor y suciedad. Quítatelo.
Una parte de Elena quería dar media vuelta y marcharse. Pero la otra, la que había roto el vaso, la que había reído entre los cristales, era más fuerte. Con movimientos tensos, se quitó el fino jersey de cachemira, dejando al descubierto sus brazos y su camiseta de seda. Tiró la prenda sobre una silla, donde aterrizó como la piel mudada de su vida anterior.
Axel señaló el bloque de arcilla.
—Tócalo.
Elena extendió la mano y posó las yemas de los dedos en la superficie fría y húmeda. Se estremeció. Era repulsivo y fascinante.
—Ahora, cógelo. Siente su peso.
Lo hizo. El bloque era denso, pesado, inerte.
—Y ahora —la voz de Axel era un susurro cargado de intensidad—, destrúyelo.
Elena lo miró, confundida.
—¿Destruirlo? Pero si acabas de…
—¿Romper el vaso no fue suficiente? Fue un acto de rabia, de liberación. Esto es diferente. Esto es un acto de propósito. No destruyes para liberar energía, destruyes para crear una nueva forma. Aplástalo. Desgárralo. Hazle agujeros. Conviértelo en caos. Pero hazlo con intención. No con rabia. Con poder.
Elena contuvo la respiración. Miró el bloque, luego sus propias manos, limpias y cuidadas. Y entonces, hundió los dedos en la arcilla. La sensación fue violenta, visceral. La frialdad húmeda se le metió bajo las uñas. Apretó, desgarró, aplastó el bloque contra la mesa. No había rabia en ella, sino una concentración feroz. Estaba desmantelando la forma perfecta, reduciéndola a una masa amorfa y llena de potencial.
Jadeaba cuando terminó. Sus manos estaban cubiertas de lodo gris, hasta las muñecas. La arcilla destrozada yace frente a ella, ya no un bloque, sino una posibilidad.
Axel se acercó. No tocó la arcilla. Tocó su mano, enjugando una gota de barro de su nudillo con el pulgar. El contacto fue eléctrico.
—Bien —murmuró, y su voz sonó extrañamente ronca—. Ahora respira. Mira lo que has hecho. Esta no es la destrucción de un vaso. Esta es la destrucción de una pared. La primera pared, la que separa lo que crees que eres de lo que puedes llegar a ser.
Elena miró sus manos sucias, luego miró a Axel. En sus ojos no había deseo carnal, sino algo más profundo, más peligroso: aprobación. Y en el pecho de ella, no latía el corazón de la mujer que había entrado allí. Latía el corazón de la que había demolido la pared con sus propias manos.
—¿Y ahora? —preguntó, su voz un hilo de voz.
Axel sonrió, una grieta blanca en la penumbra.
—Ahora, aprendiz… ahora empieza la primera lección.
Editado: 28.11.2025