Locura de amar

Capítulo 8: El Eco del Barro

La luz de la entrada de su casa era demasiado blanca, demasiado clínica. Parpadeó bajo su resplandor, sintiéndose como un espécimen disecado. El aroma a limón pulido y a velas de jazmín, que siempre le había parecido la esencia misma del hogar, ahora le resultaba empalagoso y artificial. Olía a mentira.

Daniel emergió del salón. Su rostro, pálido y tenso, era una máscara de preocupación teñida de ira.

—¡Dios mío,Elena! ¿Dónde has estado? —su voz era un filo entre el alivio y el reproche—. Llevo horas llamándote. Pensé que… no sé qué pensé.

Sus ojos recorrieron su figura, y el horror fue reemplazando a la preocupación. Se detuvieron en sus zapatos sucios, en el dobladillo del pantalón manchado de arcilla, en el jersey de cachemira arrugado y con un claro restregón de barro seco en el hombro. Pero fue cuando su mirada se clavó en sus manos —las uñas oscuras, las cutículas marcadas con gris— cuando su expresión se congeló.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien? ¿Te han…?

—No —cortó ella, con una voz que sonó ronca, gastada. Pasó junto a él, dirigiéndose directamente a la cocina en busca de agua. Sentía su mirada clavada en la espalda, como un dardo.

—¿Y entonces? ¿Esto qué es, Elena? —la siguió, su tono perdiendo el miedo y ganando en dureza—. Parece que te hayas caído a una zanja. ¿Estabas en algún sitio… haciendo esto?

Elena llenó un vaso de agua y bebió un largo trago. El líquido estaba frío, impersonal. No calmó la sequedad que sentía en el alma.

—Estaba trabajando—dijo, posando el vaso con un golpe seco.

—¿Trabajando? —la palabra sonó absurda en la boca de Daniel—. ¿En qué? ¿En una obra? ¿Desde cuándo tu trabajo implica ensuciarte así? ¿Es algún tipo de performance ridículo de la galería?

Elena se volvió para mirarlo. Realmente lo miró. Vio el pánico en sus ojos, la incomprensión. Él no veía a una mujer transformada; veía un desorden que debía ser limpiado, un problema que debía ser resuelto. Un bicho raro que había entrado a su ecosistema perfecto.

—No —respondió, con una calma que le resultó ajena—. No era para la galería. Era para mí.

Daniel soltó una risotada incrédula.

—¿Para ti?Esto no eres tú, Elena. Tú no hueles a… a tierra. Tú no… —Hizo un gesto vago hacia sus manos—. ¿Dónde estabas? ¿Con quién?

El nombre de Axel ardía en su lengua, una palabra prohibida que sería un punto de no retorno. No la dijo.

—En un lugar donde no me juzgan por ensuciarme las manos—dijo en su lugar, y fue casi como decirlo todo.

—¡Yo no te estoy juzgando, estoy preocupado! —explotó él, alzando la voz. Era un sonido estridente que reverberó en los muebles impecables de la cocina—. Llegas a casa a una hora indecente, hecha un desastre, sin dar explicaciones… ¿Qué se supone que debo pensar? ¿Que has tenido un día de spa?

—Quizás deberías pensar que tu mujer estaba haciendo algo que la hacía sentir viva —replicó ella, y la frase, saliendo de su boca, resonó con una verdad absoluta y devastadora.

Daniel enmudeció, como si le hubieran golpeado. La miró con una expresión completamente nueva: no era ira, ni preocupación. Era una herida.

—¿Y esto…esto… te hace sentir viva? —preguntó, con una voz que de repente era mucho más baja, más peligrosa—. ¿Más que nuestra vida? ¿Más que todo lo que tenemos?

Elena no supo qué responder. Porque la respuesta, en el eco silencioso y embriagador del estudio de Axel, en la memoria del peso de la arcilla en sus manos, era sí. Un sí rotundo y aterrador.

—Necesito una ducha —murmuró, escurriéndose entre él y la puerta, rompiendo el contacto visual.

Subió las escaleras sintiendo que sus pies, aún sensibles dentro de los tacones, anhelaban la aspereza del cemento. En el baño, encendió la luz y se enfrentó al espejo. Allí estaba de nuevo la extraña. Pero ahora, en la seguridad de este cuarto de baño, no le tenía miedo. La observaba con una curiosidad intensa.

Se quitó la ropa, dejando que las prendas caras cayeran al suelo en un montón manchado. Bajo la ducha, el agua caliente golpeó su piel. Chorros oscuros de agua sucia se arremolinaron a sus pies y desaparecieron por el desagüe. Frotó la arcilla de sus uñas, del dorso de las manos, pero una tenue sombra gris permaneció incrustada en sus poros, como una marca de fábrica. No salía.

Al salir, envuelta en una bata suave, encontró a Daniel sentado al borde de la cama, con la mirada perdida en la alfombra.

—No te reconozco,Elena —dijo, sin mirarla.

Elena se detuvo en el umbral del cuarto. La distancia entre ellos parecía un abismo.

—Yo tampoco—respondió en un susurro.

Y por primera vez, no sonó como una confesión de culpa, sino como un descubrimiento.

Daniel se acostó de espaldas a su lado de la cama. Ella se acostó mirando al techo. El espacio entre sus cuerpos era un océano de silencio. Él respirando con la pesadez del que no puede dormir. Ella, con los ojos abiertos, viendo en la oscuridad no la perfección de su dormitorio, sino la forma tosca y poderosa de una ola de arcilla que se alzaba hacia un cielo de posibilidades.

El eco del barro era más fuerte que el silencio de su vida.




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