Locura de amar

Capítulo 9: La Sombra en el Espejo

El silencio en el loft era más denso que la arcilla seca. Daniel se había ido temprano, dejando un vacío cargado de reproche. Elena se movía por las habitaciones como un fantasma, sintiendo el eco de su propia respiración como un sonido ajeno. La perfección del piso le resultaba ahora opresiva; cada línea recta, cada superficie pulida, era un recordatorio de la vida que se le desmoronaba entre los dedos.

El malestar había comenzado días atrás. Un mareo leve al levantarse, una náusea sorda que subía por su garganta al olor del café que Daniel preparaba cada mañana con meticulosa devoción. Al principio, lo atribuyó al estrés, a la grieta emocional que se abría en su matrimonio. Pero cuando el cansancio se volvió una losa y sus senos, sensibles al roce de la sábana, despertaron una memoria corporal lejana, una sospecha empezó a germinar en lo más profundo de su ser.

Con el corazón latiéndole en la garganta, fue a la farmacia más lejana que encontró, donde nadie pudiera reconocerla. Compró la cajita de plástico blanco que parecía contener un veredicto. De vuelta en casa, con las manos temblorosas, rompió el envoltorio y siguió las instrucciones con una concentración absurda, como si de ello dependiera su vida.

Los segundos de espera frente al espejo del baño fueron una eternidad. Se miró a los ojos, buscando a la mujer de antes, a la que planificaba todo, la que tenía el control. Sólo vio a la extraña, con las uñas aún marcadas por el rastro tenaz de la arcilla.

Y entonces, apareció. Primero una línea. Luego, con una claridad brutal, una segunda. Dos líneas azules, nítidas e inapelables. Un positivo.

El aire escapó de sus pulmones. No fue un grito, ni un suspiro. Fue la expulsión forzada de un mundo que ya no existía. Se apoyó en el lavabo, los nudillos blancos, mirando el resultado que negaba toda lógica, toda planificación.

Embarazada.

La palabra resonó en el silencio del baño, enorme y aterradora. Y con ella, un cálculo instantáneo, visceral. Las fechas. La única vez, el único hombre con el que no había existido protección, ni cálculo, ni nada más que la urgencia del cuerpo y el deseo de sentirse real, de rayar los límites de su propia piel. Había sido en el estudio de Axel, sobre un banco de trabajo, entre herramientas y trozos de barro, bajo la tenue luz de una bombilla desnuda. Un encuentro feroz, primal, que ahora adquiría un peso abrumador.

Daniel no era el padre.

La certeza fue un golpe físico. Se desplomó de rodillas en el frío suelo de mármol, la frente contra la taza del váter, mientras una oleada de náuseas, esta vez incontestable, la sacudía. No lloraba. Temblaba. Temblaba de miedo, de incredulidad, de una terrorífica y secreta… ¿alegría?

Esa chispa, prohibida y minúscula, la aterró más que todo lo demás.

Cuando Daniel volvió por la noche, ella seguía sentada en el suelo de la sala de estar, abrazándose las rodillas, mirando la pared blanca sin verla.

—Elena —dijo él, con voz cansada. Dejó las llaves en el cuenco de cristal con suavidad, como temiendo que cualquier sonido fuerte pudiera quebrarla—. Tenemos que hablar. Esto no puede seguir así.

Ella alzó la vista lentamente. Sus ojos se encontraron en la penumbra.

—Estoy embarazada —soltó, sin preámbulos. Las palabras cayeron entre ellos como una bomba de neutrones, destruyéndolo todo sin hacer ruido.

Daniel se quedó petrificado. Su rostro pasó por el shock, luego por un destello de esperanza, inmediatamente nublado por la duda. La miró a los ojos, buscando la confirmación, la alegría compartida que debería haber llegado. Pero lo que vio en la mirada de Elena —pánico, culpa, una lejanía abismal— lo confirmó todo.

El silencio se extendió, pesado como el plomo.

—¿Es mío? —preguntó al fin, y su voz era apenas un hilillo de aire, cargado de un dolor tan profundo que hizo que Elena desviara la mirada.

Ella no respondió. No hizo falta. Su silencio fue la confesión más elocuente.

Daniel retrocedió un paso, como si le hubieran golpeado en el pecho. Una mueca de amargura y desprecio retorció sus labios.

—Dios mío —murmuró—. Entonces es verdad. No era sólo barro lo que te manchaba, ¿verdad?

—Daniel, yo…

—¡No! —rugó, y el grito desgarró el aire controlado del loft—. ¡No me digas nada! ¡No quiero saber su nombre, ni dónde, ni cómo! —Se llevó una mano a la frente, dando la espalda, y su espalda, siempre tan recta, se curvó bajo el peso del derrumbe—. Todo… todo por lo que hemos trabajado… nuestra vida…

—¿Qué vida, Daniel? —la voz de Elena sonó extrañamente serena en medio del caos—. ¿La tuya? Porque yo me estaba ahogando en ella.

Él se volvió, con los ojos inyectados en sangre.

—¡Y por eso te tiras a un desconocido y arruinas todo? ¿Eso es sentirte viva? ¿Destruir lo que tenemos?

—¡Lo nuestro era una vitrina vacía! —gritó ella, levantándose por fin, sintiendo la rabia brotar como un manantial caliente—. ¡Y esto… esto no lo he planeado! ¡Pero está aquí!

Señaló su vientre plano, donde la semilla de Axel, del caos, de la autenticidad, empezaba a crecer.

Daniel la miró con una frialdad que le heló la sangre.

—Pues tendrás que decidir, Elena. ¿Qué quieres? ¿Esta… esta ruina que has empezado? ¿O la vida que construimos?

Ella lo miró, y supo la respuesta antes de formularla. La respuesta estaba en la memoria del barro bajo sus uñas, en la libertad aterradora del estudio, en las dos líneas azules que, a pesar del pánico, representaban un futuro impredecible y real.

—No puedo volver —susurró—. Ya no soy esa mujer.

Daniel asintió lentamente, una aceptación sombría en sus ojos.

—Entonces sal de aquí —dijo, con una voz desprovista de toda emoción—. Ahora.

Elena no lo pensó dos veces. Subió las escaleras tambaleándose, cogió una pequeña maleta y metió lo imprescindible. Ropa sencilla. Zapatos cómodos. Dejó las joyas, los vestidos caros, los recuerdos de una vida que ya no le pertenecía. Al pasar por la puerta, sus ojos se encontraron con los de Daniel por última vez. No hubo adiós. Sólo el frío reconocimiento de dos extraños.




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