Locura de amar

Capítulo 10 : La Cerámica Rota y el Jardín Nuevo

No fue una boda al uso. No hubo invitados, ni un vestido blanco impoluto, ni un pastel de varios pisos. La ceremonia se celebró al atardecer, en el mismo estudio que había sido testigo de su caída y de su renacimiento. El olor a barro húmedo, esmalte y café fuerte era el incienso de aquel santuario.

Axel, con una camisa de lino sencilla y las manos, siempre las manos, marcadas por el oficio, la esperaba bajo el dintel de la puerta abierta. No parecía nervioso. Parecía… en casa. Como si todo en su vida hubiera convergido en este preciso instante.

Elena llegó caminando desde la pequeña habitación que ahora compartían encima del estudio. No llevaba blanco, sino un vestido largo de color terracota, el color de la tierra cocida. En sus manos no llevaba un ramo de flores perfectas, sino un pequeño jarrón que ambos habían torneado juntos, su superficie irregular y brillante por el esmalte verde que recordaba a la vida brotando.

El juez, un hombre mayor y de sonrisa fácil, sonrió al verlos.

—¿Listos? —preguntó, su voz resonando suavemente en el espacio lleno de esculturas.

Ellos se miraron. En los ojos de Axel, Elena no veía la promesa de una vida fácil, sino la certeza de una compañía fiel en la tormenta y en la calma. En los de él, ella era simplemente Elena. La mujer del barro, la de la risa que ahora sonaba con frecuencia, la que lloraba de frustración frente a un trozo de arcilla que no se sometía, la madre de su hijo.

—Listos —respondieron al unísono.

La ceremonia fue breve, sustancial. Prometieron amarse con las manos abiertas, aceptando las grietas y las imperfecciones, honrando la belleza que nace de lo accidentado. No hubo anillos de oro. En su lugar, intercambiaron las alianzas que ellos mismos habían forjado.

Elena le colocó a Axel un anillo de plata áspera, en cuyo centro había incrustado un pequeño fragmento de cerámica rota. Era un trozo del primer jarrón que ella había intentado hacer y que se había quebrado en el horno. Para ellos, era más valioso que cualquier diamante: el símbolo de que de lo que se rompe, puede nacer algo nuevo y más fuerte.

Axel deslizó en el dedo de Elena un anillo de bronce, en cuyo exterior había moldeado la huella digital de su propio pulgar. "Para que siempre lleves contigo la marca de mis manos," le había susurrado la noche que lo hicieron. "La marca que te ayudó a volver a moldear tu vida."

Cuando el juez los declaró marido y mujer, Axel inclinó a Elena y la besó. Fue un beso sabroso a tierra, a futuro, a sudor compartido y a noches en vela meciendo a su pequeño León, que dormía plácidamente en un moisés cerca de la ventana, arrullado por el sonido lejano de la ciudad.

La "fiesta" fue un banquete de sus propias manos. Comieron en platos que ellos mismos habían esmaltado, cada uno diferente, cada uno con su propia historia de torpeza y aprendizaje. Bebieron vino en vasijas de formas orgánicas que parecían extensiones de la tierra. La música no provenía de altavoces, sino de un viejo tocadiscos que raspaba una melodía de jazz, mezclándose con el gorjeo de los gorriones en el alféizar.

Sentados en cojines en el suelo, rodeados de las criaturas de barro que poblaban su mundo, Axel tomó la mano de Elena. La miró a los ojos, y en su mirada ella vio el viaje completo: la mujer perdida que entró en su estudio hecha un torbellino de seda y desesperación, y la mujer fuerte que tenía frente a él, con las manos cicatrizadas y el corazón lleno de una paz trabajada.

—Nunca imaginé que recoger los pedazos rotos de alguien me iba a dar un mosaico tan perfecto —murmuró él, acariciando con el pulgar el anillo de huella digital que ella llevaba.

Elena sonrió, una sonrisa tranquila y anclada en la realidad.
—Porque no los unimos para volver a ser el jarrón original—dijo, mirando a su hijo, luego a su estudio, y por último a él—. Los moldeamos para crear una forma completamente nueva. Nuestra forma.

Afuera, la noche cayó sobre la ciudad. En el loft inmaculado, Daniel vivía una vida de líneas rectas y silencios pactados. Pero allí, en el desorden creativo del estudio, entre la cerámica rota y rehecha, la vida pulsaba con fuerza. No era una vida perfecta. A veces había discusiones por el desorden, preocupaciones por el dinero, noches de insomnio con el bebé. Pero era real. Cada grieta, cada huella, cada pieza única que salía de sus manos era un testimonio de su historia.

Elena apoyó la cabeza en el hombro de Axel, sintiendo el peso de su hijo dormido en sus brazos. El eco del barro, que una vez la llamó desde las profundidades, ahora no era un susurro lejano, sino la música constante de su existencia. Una música hecha de silencios compartidos, de risas que resonaban entre las vigas, del llanto de su hijo y del sonido reconfortante de las manos de Axel trabajando la arcilla.

Era la música de un mundo nuevo, imperfecto, fracturado y extraordinariamente bello. Y por primera vez, cada nota sonaba en armonía con el latido de su propio corazón.




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