Raphael marcó el número de su padre con ademán furioso. Al otro lado le contestó Richard Branagan, que en el momento se hallaba en Australia por alguna reunión de negocios.
—Qué agradable oír tu voz, hijo, pero dime a qué debo el placer –murmuró Richard Branagan con voz sonriente. Se hallaba en un almuerzo de trabajo, y tardaría unos cuantos días más en Sydney; Raphael lo sabía, así que le extrañaba su llamada.
—Papá, necesito que reconsideres tu intención de casarme con Heather Calahan –le contestó él con voz pausada, a pesar de la urgencia que sentía, al tiempo que se movía por su sala con movimientos felinos.
—Raph…
—No, hablo en serio. Esa mujer es una lunática. Hoy mismo tuvo un accidente tan grave por ir a exceso de velocidad.
—Vaya, ¿se encuentra bien?
—El último parte médico dice que está fuera de peligro, pero…
—Raph, sabes que, si no fuera realmente importante para nosotros, jamás te habría hecho semejante imposición.
—Reconsidéralo. Hazlo por mí. Nunca he hecho nada que vaya en contra de los intereses de la empresa, pero esta vez no es un socio el que te lo pide, ¡es tu hijo! Esa mujer es una amenaza, tendrías que escuchar lo que se dice de ella…
—No me digas que estás prestando oídos a las habladurías de la gente.
—No son simples habladurías. De cualquier manera, su reputación no es la mejor, y no quiero eso para mí, y no creo que tú quieras eso para tu único hijo –Richard respiró profundo y guardó silencio por espacio de medio minuto. Al otro lado de la línea, Raphael esperaba el veredicto.
—Está bien, pero a cambio te pido otra cosa.
—Dilo.
—Seis meses. Quédate seis meses a su lado.
—Pero…
—Verifica por ti mismo que lo que dicen las habladurías es cierto. Si es de tan mala reputación como dicen, no te será difícil hallar una prueba que al fin me convenza, ¿no?
—No, supongo que no –rezongó Raphael.
—Ya sé que me estoy metiendo demasiado en tu vida, hijo, pero todo tendrá su recompensa –Raphael guardó un rencoroso silencio, y luego de otro minuto más, colgó.
Casi estrella el teléfono contra la pared, pero se contuvo y lo soltó con suavidad sobre el mueble. No era alguien iracundo, pero todo lo que tuviera que ver con la pelirroja lo exasperaba tanto que le iba a dar una úlcera. La maldita mujer le estaba causando demasiados problemas, y aún no era su esposa.
¿Por qué, en primer lugar, había permitido que su padre dictara sus acciones en el campo personal?
Ah, recordó, porque casarse con Heather Calahan no era un asunto personal, sino más bien laboral. Así lo veía su padre, y así se suponía que debía verlo él. Tenía sólo veintiséis años, y aún no era del todo independiente. Para poder llevarle la contraria en cualquier cosa, debía estar en una mejor posición en el mundo de las finanzas, y no era así.
Por otro lado, Richard había sido un buen padre, tenía que admitirlo, y cuando le explicó por qué era necesario unirse en matrimonio con la Calahan, lo había hecho prometiendo retirarse al fin de los negocios, e irse a vivir junto a su esposa en una bonita casa de campo a pasar los últimos años que le quedaran de vida, y él deseaba aquello casi tanto como uno niño desea la navidad. Pero le estaba pidiendo demasiado en nombre del amor filial.
En aquel tiempo no conocía bien a Heather Calahan, ni había oído acerca de sus locas salidas, o sus amigos de dudosas costumbres. Vio una fotografía suya y simplemente le pareció hermosa. Si por lo menos era una joven que se sabía conducir, que lo aceptaría como marido a pesar de que los Branagan no eran de renombre, él se conformaría. Ya desde adolescente había sabido que no podría elegir esposa por su cuenta; Heather Calahan era, por lo menos, guapa.
Pero una conversación había bastado para comprender que Heather no era ni de cerca la mujer que él había pensado. Era malhablada, malhumorada, intolerante y sumamente irrespetuosa con sus padres. Y era esa la mujer con la que pretendía casarlo su padre.
Afortunadamente, había conseguido que cediera un poco. Aquel plazo alcanzaría de sobra para demostrarle a Richard Branagan que había muchas otras mujeres más idóneas para optar por el puesto de esposa del heredero. Actualmente no había ninguna mujer que le gustara, o le llamara la atención, fuera de las ocasionales amigas con las que salía y tenía sexo. No era un romántico, no estaba esperando el amor. No esperaba casarse enamorado. Había aprendido, con los matrimonios tanto de su abuelo, como de su padre, que la unión matrimonial eran una transacción más; un contrato a largo plazo que reportaba buenas ganancias, buenos contactos…