— ¿Y Heather? –preguntó Georgina, asomándose a su habitación, que estaba vacía y pulcramente arreglada.
—Salió temprano, señora –contestó la joven que miraba en derredor preguntándose qué hacer, ya que la señorita había hecho la limpieza en vez de ella.
— ¿Madrugó?
—Eso parece.
—Heather nunca madruga. ¿Sabes a dónde fue?
—Ni idea, señora. Pero fue con John.
—Ah, bueno –Georgina salió un poco extrañada. No era normal que su hija madrugara tanto. ¡Apenas eran las siete de la mañana!
Heather se presentó en el Hospital General de San Francisco, allí donde había ido los últimos doce años a hacer su trabajo de voluntaria en el pabellón de niños con cáncer.
Reconocía a casi todas las personas allí, a las enfermeras, los médicos, los internos con sus ojos cansados y cabellos despeinados. Aquella era como su casa.
—Buenos días –saludó a Helen, una de las enfermeras recepcionistas, pero en vez de la sonrisa amable que siempre le dedicaba, ahora la miraba un poquito indiferente.
—Buenos días, señorita, ¿en qué la puedo ayudar?
—Quisiera visitar a la señorita Samantha Jones –Helen y las demás se miraron entre sí, luego la miraron a ella.
— ¿Es… alguna familiar de la señorita?
—No, no lo soy… quiero decir… — ¡piensa, piensa! Se dijo—. Hace tiempo un familiar tuvo cáncer, y nos hicimos amigos de Samantha aquí. Fue un gran apoyo para nosotros.
La historia funcionó. De inmediato el rostro de las enfermeras se ablandó, y una de ellas incluso se ofreció a guiarla hasta la habitación donde la tenían.
— ¿Entonces conoces a Sam? ¿Cuál es tu nombre?
—Heather Calahan
—Nos alegra mucho que vengas a verla, Heather. Han venido varias personas, pero la mayor parte del tiempo está sola. Como no tenía hijos, ni nietos…
—Claro.
Entraron a una pequeña habitación, y Heather se vio a sí misma acostada en una cama de hospital, anciana, arrugada, con sus cabellos canosos recogidos en una trenza y reposando sobre su pecho. Aquello realmente la impresionó. Se llevó ambas manos a la boca y dejó salir un sollozo.
Esa era ella. Así la veían las demás. Verse a sí misma en un espejo, o reflejada en los cristales no daban una idea exacta de cómo era en verdad.
Extendió su mano y tocó la de ella. Estaba cálida.
—No sabemos qué la mantiene viva –dijo la enfermera, un poco conmovida por la reacción de Heather—. Pero los médicos no han querido desconectarla de las máquinas. Tal vez vuelva, y si vuelve, nos alegraremos de verdad. Aquí la queríamos mucho—. Heather posó en la enfermera sus ojos llorosos.
— ¿De verdad?
—Claro que sí. Si usted la conoció puede decirlo. Siempre entregada a los demás, siempre haciéndolo todo por el otro. Nos tocaba reñirla porque se olvidaba de comer por estar constantemente trabajando. Era una persona muy hermosa.
Heather soltó una sonrisa que pareció más bien un sollozo.
—Es… bonito que hablen así de ti cuando ya te has ido.
—Pero ella no se ha ido. Sigue aquí. En algún lugar ella está. Sigue siendo Sam—. Cerró sus ojos. Tal vez aquello no era tan cierto, ella no seguía siendo Sam. Ahora estaba viviendo en una mansión, no en una pocilga; vistiendo trajes de diseñador, no cosas compradas en los mercadillos; prometida a un guapísimo hombre millonario, no sola.
Soltó la mano de Sam y la miró fijamente, cada arruga, cada bolsita, cada mancha en el rostro, cada cana. No quería volver. La ancianidad nunca le había producido horror, ni asco, y no se trataba de eso. No quería volver a esa vida estéril de antes, tan solitaria. Como Heather, podía hacer las mismas cosas de antes, podía hacerse querer otra vez, pero nunca, nunca sola. Lo peor de su vida anterior no fueron sus arrugas y canas, no; fue la soledad, y volver a ser Sam representaba eso, volver a estar sola.
—Este es mi número –le dijo a la enfermera, al tiempo que escribía en un papel su teléfono—. Si se toma alguna decisión con respecto a la vida de esta mujer, me gustaría estar informada.