Locura de amor

-9-

 

Todo se estaba desarrollando con la mayor normalidad en la fiesta. Algunos alabando a Phillip por esa hija tan eficaz y activa que tenía, y a Raphael por su acertada elección para esposa. También, notó Phillip, muchos alababan a su mujer por varias razones; por lo guapa que estaba, por su sonrisa radiante… Había tenido que detenerse a mirar qué era lo que tanto veían los demás, y tuvo que admitir que era cierto, Georgina estaba radiante. ¿Tendría un amante? Ya Raphael casi había admitido que tendría una aventura con alguien como ella, así que no le extrañaría que algún otro joven se entusiasmara con su mujer.

Eso le creó cierta molestia en alguna parte de su estómago.

—Me complace saber que estás muy bien –dijo Adam Ellington, un hombre de pasados treinta, conocido por ser un mujeriego contumaz y que hacía unos cinco minutos había iniciado una charla insulsa con su mujer. Georgina le sonreía, y Phillip no tuvo el ánimo para observar si era una sonrisa de complacencia, o simplemente cortés.

—Gracias, Adam.

—Últimamente has estado un poco escondida. ¿Estabas de viaje, o delicada de salud?

—No, ni lo uno ni lo otro –contestó Georgina, llevándose su copa de champaña a los labios, y dándose cuenta de que estaba vacía.

—Permíteme –pidió Adam, tomando su copa vacía con solicitud y aprovechando que pasaba un mesero con más copas para cambiarla por otra.

—Gracias –Adam miró de reojo a Phillip, que al parecer no le molestaba que hablara con su mujer.

—Parece tu palabra favorita: “gracias”.

—Es sólo porque estás siendo muy caballero. ¿No hay mujeres solteras y más jóvenes por allí por las que puedas hacer algo?

— ¿Me estás despidiendo? La única otra mujer que me llama la atención es tu hija, y a esa se le ve muy enamorada de su prometido.

Phillip miró al fin al hombre, ceñudo.

—Parece entonces que tendrás que esforzarte por mostrarte enamorada de tu marido –le dijo a Georgina, sin mirarla, y Adam se echó a reír.

—Eso no es algo que se pueda hacer adrede. Es algo que debe salir natural.

—Pues mi mujer no es una presa disponible para ti, Adam –le dijo él con ojos entrecerrados. Georgina miraba a uno y a otro sin saber qué decir.

—No me retes; podría empeñarme en conseguirla. Ella es hermosa, es joven… sólo me lleva unos cuantos años, pero eso no me importaría, y lo sabes.

—Te prohíbo que…

—No me puedes prohibir nada. Aquí la única que me podría parar los pies es Georgina. ¿Qué dices tú, querida? –Adam la miraba expectante, como si de su respuesta dependiera el destino del universo, mientras que Phillip miró a cualquier otro lugar menos a ella.

—Cuando me casé juré ser fiel.

— ¿Y lo has sido hasta ahora?

—Sí.

— ¿Por qué?

— ¿Cómo que por qué?

— ¿Estás enamorada? –Aquello volvió a llamar la atención de Phillip. Georgina sólo se echó a reír.

—No estoy interesada en mantener un affair contigo, Adam. De cualquier manera, si empezara a portarme de manera inadecuada ahora, ya Phillip sabría el motivo, puesto que tuviste el descaro de proponérmelo delante de él.

—Entonces tal vez debí tomarte del brazo y llevarte a un sitio privado… pero no me lo pusiste fácil, ya que no te desprendes de tu marido.  Phillip, eres un idiota con suerte –capituló Adam—, las mujeres fieles a su marido son muy escasas, en toda mi vida sólo he conocido a un par, y tu mujer está entre ellas… —sonrió, y Georgina notó que era una sonrisa más bien melancólica, y frunció el ceño. Al parecer, este hombre soltero, rico, y guapo, no lo tenía todo en la vida.

Adam le tomó la mano a Georgina y depositó un suave beso en el dorso de sus dedos, inclinando su cabeza y aceptando su derrota. Luego miró al Phillip, que no le sostenía la mirada a ninguno de los dos.

—Valórala, hombre… —le dijo— De veras que podría empeñarme –le lanzó una mirada que decía mucho, demasiado, y Phillip sólo apretó fuerte su mandíbula. Adam era un hombre con el que hacía negocios, y era importante en la política. No quería tener que enfrentarse a él en nada, al menos no hasta que su hija se casara de una vez por todas con Branagan… Pero miró a Georgina, que miraba en derredor un poco azorada con la copa de champaña en su mano y respiró profundo. No se había perdido nada. Aún era el hombre con la mujer perfecta a su lado y al que todos envidiaban.




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