Locura de amor

-12-

 

Los periodistas estaban todos de pie y esperando ante un atril tras el cual se ubicaría Heather.

Ésta estaba aún en una sala privada, pálida y respirando profundo. Llevaba puesto una sencilla blusa blanca cruzada, y unos pantalones que llegaban poco más abajo de sus rodillas en un tono azul turquesa; tacones, y el cabello recogido a medio lado, como prefería llevarlo.

Raphael le hablaba muy de cerca, sosteniendo entre sus manos su rostro y dándole palabras de ánimo mezclados con consejos acerca de cómo debía verse y lo que era mejor decir.

Tess la miraba agradeciendo no estar en su lugar; aparecer ante la televisión local, aunque fuera en imágenes editadas, para hablar de un accidente en el que iba ebria no era precisamente envidiable. Sin embargo, tomó el brazo de su amiga y se lo apretó. Heather se giró a mirarla.

—Estás haciendo cosas que nadie de la gente común hace… aparecer en televisión, y quitar el hipo con tus declaraciones. Esto es parte de la vida… de tu vida ahora. Disfrútalo también.

Raphael no se perdió palabra, y las miró de una a otra como un espectador de una final de tenis; había comprendido que en cada cosa que Tess le decía a Heather había una clave que le ayudaría a entender más lo que había escuchado que decían en su loft.

Ante sus palabras, Heather simplemente sonrió.

— ¿He de salir allí y hacer como que simplemente voy a practicar un deporte extremo?

—Algo así. Y si algo saliera mal, estás en un sueño; simplemente, despertarás.

—No quiero despertar.

—Entonces procura mantener la calma.

Heather asintió apretando la mano de su amiga. Respiró profundo una y otra vez. Abrazó a su amiga, besó a Raphael y simplemente salió a la sala. Raphael miró a Tess interrogante, pero esta sólo le sonrió. Mil cosas, mil cosas por averiguar.

Salió a la sala también y observó cómo a pesar del alboroto de los periodistas levantando su mano y gritando preguntas, ella simplemente parecía distante, como si, efectivamente, estuviera soñando.

Se ubicó tras ella, y al otro lado Peterson le dio la palabra a Lloyd Sanders.

—Señorita Calahan, ¿es cierto que sufrió un accidente por ir ebria?—. Heather respiró profundo y contestó:

—Sí, es cierto—. Hubo otro alboroto hasta que Peterson le dio la palabra a otro.

— ¿Puede decirnos si es por la posición de su padre que usted no está en la cárcel? ¿Porque usted cometió un delito?

—No fui a la cárcel no por la posición de mi padre. Tengo otra clase de… penitencia.

— ¿A qué se refiere con “otra clase de penitencia”?

—Disculpe, ¿me da su nombre? –preguntó Heather, mirando ceñuda al periodista, y Raphael notó que ya no tenía esa mirada distante; ahora parecía un poco molesta, y lo miraba como si ella fuera una madre y el periodista un niño demasiado travieso.

—Robert Jackson.

—Bien, Robert Jackson, su edad, ¿por favor? –Robert sonrió.

—La entrevistada es usted, señorita Calahan… —algunos periodistas rieron.

—Su edad, ¿por favor? –Insistió Heather. Todos los otros periodistas miraban a Robert Jackson esperando.

—Cuarenta y uno.

—Bien, Robert Jackson de cuarenta y uno. Y todos los demás. Como imagino que ninguno de ustedes en su larga o corta vida ha cometido un error, está claro que no me van a entender. Yo cometí uno, y estoy agradecida a Dios porque no hubo consecuencias, y a diferencia de muchas otras personas, yo aprendí de mi error, y lo utilicé para impulsarme a cambiar y a mejorar. Mi penitencia, que es autoimpuesta, es ayudar a la fundación Childhood & Hope, que por cierto, es una fundación dedicada a ayudar a los niños diagnosticados con cáncer. Anoche, precisamente, celebré en casa de Richard Branagan, mi futuro suegro, y en compañía de gran parte de la alta sociedad de California, una fiesta que les beneficiará como nunca antes otra actividad lo hizo –volvió a mirar con severidad a los periodistas, que estaban todos de pie, callados, y unos pocos, tomando nota—. Difícilmente podría ayudar a esos niños si estuviese ahora presa, y si la misma policía no lo hizo, es porque prometí trabajar abnegada e indefinidamente por ellos. Creo que soy más productiva afuera que adentro. ¿No le parece, señor Robert Jackson de cuarenta y uno? Ah, y a propósito –dijo antes de que se le pudiera dar la mano a otro periodista—, yo sólo tengo veintitrés.




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