Locura de amor

-13-

—Los diarios hoy hablan muy diferente de ti –dijo Raphael entrando al dormitorio. Heather aún estaba en la cama, enredada en las sábanas y desnuda. En una bandeja, Raphael traía lo que parecía ser el desayuno y el diario. Llevaba puesta una sencilla camiseta y un pantalón pijama de franela que le caía bajo en las caderas.

Se sentó en la cama con pereza y lo miró enfocando su mirada. Él, ciertamente, era algo hermoso de mirar por las mañanas.

— ¿Me estás trayendo el desayuno a la cama?

—Es sólo porque tengo la esperanza de volverte a hacer el amor luego –Heather sonrió. Se subió la sábana cubriendo su pecho mientras Raphael ubicaba la bandeja de desayuno en su regazo. Tostadas, huevos, tocino, jugo de naranja y café.

— ¿Pretendes que me coma todo eso?

—No –le contestó, y sin mediar palabras, ensartó en el tenedor una tira de tocino y se la comió.

Sonriendo, Heather sorbió un poco de jugo de naranja.

— ¿Y qué dicen ahora los diarios?

—Te describen como la buena samaritana; la mujer que luego de una dura experiencia, una amenaza a su vida, ha decidido dedicarse a ayudar a los demás—. Heather frunció el ceño. En ella no había sido así; siempre había tenido esa manía de meterse y ayudar, aun en contra de los mismos beneficiados.

— ¿Y eso es bueno o malo?

—Es bueno. La filantropía es un rasgo que muchos aplauden.

—No me considero una filántropa.

—Los filántropos nunca se consideran filántropos—. Ella lo miró de reojo masticando su tostada—. ¿No estás feliz? –siguió él—. Te dejarán en paz.

—Sí, eso me alivia—. Él miró la comida sobre la bandeja y Heather entrecerró sus ojos—. ¿Qué buscas?

Pero Raphael no dijo nada, sólo alzó repetidamente sus cejas sonriendo. Heather no pudo evitarlo y sonrió.

— ¿Esperarás por lo menos a que termine de desayunar? –él no dejó de sonreír.

 

 

— ¿Que no hubo consecuencias? ¿Que ayudar a los niños es una penitencia autoimpuesta? ¿A quién intenta engañar? –Exclamó Keith, sin saber si reírse o gritar.

Aquello era simplemente irrisorio; Heather Calahan era la mentirosa más experta que había conocido jamás. Sus papitos riquimillonarios habían conseguido comprar a la policía y ahora también a la opinión pública; ahora hacían ver a una drogadicta malhumorada y en extremo malhablada como a una santa. En la fotografía del diario que sostenía parecía también una santa, con su ropa cubriendo adecuadamente sus partes, y el cabello recogido a medio lado, maquillaje suave, sonrisa honesta y mirada humilde.

Humildes mis pelotas, pensó.

Heather no tenía nada de santo, honesto o humilde, y seguro estaba odiando cada día en ese hospital rodeada de niños enfermos, si es que en verdad lo hacía.

No era justo.

Craig había muerto en el maldito accidente, Justin estaba ahora en silla de ruedas, él no sufrió nada grave porque tuvo la precaución de ponerse el cinturón, pero esa maldita, la causante de todo, estaba ahora dando fiestas, paseándose del brazo de su rico prometido, escondiéndose tras el poder de sus padres.

¿Quién le estaría proveyendo ahora su dosis?

Ah, alguien como ella se las arreglaría, eso sí. Pero esa burbuja de felicidad y engaños se le iba a estallar pronto.

Lanzó el diario a un rincón donde ya se estaba acumulando bastante suciedad y se tiró en el viejo sofá con ambas manos tras su cabeza. Respiró profundo intentando que la ira se aclarara para dejarlo pensar mejor. Tenía que cobrárselas. Luego del accidente, Phillip Branagan los había persuadido de recibir una gran cantidad de dinero para desaparecer de la vida de su hija. Justin, el pobre diablo que no tenía a nadie más, había aceptado la indemnización, y también él, si tenía que ser sincero. Pero ahora que veía que la dulce y buena de Heather estaba intentando crear una nueva imagen, podía sacar más. Pero ya no se las entendería con Phillip, el padre, no; ese era un hueso duro de roer.

Entrecerró sus ojos analizando sus posibilidades. ¿Y si ese tal Raphael Branagan estaba dispuesto a todo para cubrir a su noviecita?

¿Y si no?




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