Locura de amor

-22-

Los seres humanos son bastante impredecibles –dijo, mirando la escena de sangre, y la cara de angustia de todos los presentes.

Phillip llamaba desesperado una ambulancia; Raphael se inclinaba sobre el cuerpo de la pelirroja y lloraba llamándola; Tess, con las mejillas mojadas por las lágrimas, cubría los ojos de sus hijos presionándoles las cabecitas contra su regazo, y los sacaba de la sala; Georgina, sin importarle si se manchaba de sangre, estaba arrodillada al pie de su hija, cuyo cuerpo estaba flácido; y en la alfombra se seguía extendiendo la marca de sangre.

En el corazón de Heather hay maldad –dijo, refiriéndose a las almas, no al cuerpo.

Lo sé –dijo—. ¿Quién le dijo que si mataba a Sam ella volvería a su cuerpo?

Se lo imaginó sola. La pregunta es: ¿a qué cuerpo volverá si acaba de asesinarlo? Se le pasó la mano con el atizador.

Aunque los sonidos eran fuertes, aunque ya se habían percatado de la anciana tendida en el suelo con el rostro lleno de susto y sosteniendo aún el arma, había silencio. Ellos gritaban, pero sus gritos no llegaban hasta aquí. El rojo de la sangre y de los cabellos desparramados de la joven no se percibía; los seres inmortales que analizaban la escena y la detallaban a profundidad, habían bloqueado todo dolor, todo sonido, todo color para lograr ser objetivos.

Y luego, si se podía, el ambiente se puso aún más denso por la presencia del segador de almas.

Alrededor todo se puso frío aun para el par que miraba a Heather y a Samantha elevarse de sus propios cuerpos. El segador de almas estaba allí, en cuerpo presente, mirando a una y a otra con los brazos en su espalda, vestido de blanco y con rostro apacible. Era uno de los seres más justos entre los inmortales, muy pocas veces vencido, jamás herido por la espalda.

No me lo imaginé así –dijo—. No esperé que me sorprendieran.

Tienes mucho que aprender aún.

Ya lo sé.

El segador de almas los miró y les sonrió sin humor. Muy pocas veces tres seres de ese tipo estaban en el mismo lugar; que esto se diera sólo podía significar una cosa: las almas de las dos mujeres que acababan de morir eran valiosas para esos dos.

Inclinó su cabeza hacia un lado, como intuyendo lo que hacían, como sus ojos no eran terrenales, podía verlos. Caminó hacia ellos y el par de almas que acababa de segar lo siguieron como si estuviesen atadas a él con una cadena invisible; cuando ya estuvo lo suficientemente cerca, los reconoció. Inclinó su cabeza ante el mayor, y no la levantó hasta que se le dio permiso.

¿Valiosas? –le preguntó.

Mucho –contestó el Mayor de los tres.

Si mi Señor las necesita, las tendrá.

Puedes oponerte, si así lo deseas.

El segador de almas guardó silencio por un instante, y miró a las dos mujeres, dormidas, tras él.

Tengo en mis manos dos almas muy opuestas entre sí –dijo—. Ira y dolor percibo entre las dos, y un profundo conocimiento de la una hacia la otra. No nacieron unidas, pero han muerto más que entrelazadas. No podrán ser separadas ni en la vida, ni en la muerte, hasta que un ciclo se complete.

Un ciclo. Muy sabio –ante la mirada interrogante de la Menor, el Mayor sonrió. A veces olvidaba que era demasiado joven, así que le explicó—: nacer, crecer, reproducirse y morir; eso es un ciclo.

Ah.

Eso nos abre muchas posibilidades.

Yo no veo ninguna –dijo la Menor.

Sé que puedes enviarme a mi lugar con sólo una palabra –dijo el segador de almas, inclinando de nuevo su cabeza—. Espero tu orden.

No, no vuelvas aún a casa. Quédate por un día con nosotros. Tal vez necesitemos de nuevo de tus servicios.

El segador de almas volvió a inclinar su cabeza ante el Mayor, y la Menor se quedó admirada al ver que hasta la misma muerte se inclinaba ante su maestro.

Un ciclo, pensó.

Ahora lo entendía. Había muchas posibilidades.

 

Samantha Jones había nacido un dieciséis de agosto, en el año mil novecientos treinta y tres. Fue la menor de cinco hermanos, la única mujer. Pero ser la última no la había eximido de los trabajos duros, como sucede en algunas familias. Al contrario, trabajaba tanto o más que sus hermanos mayores.

En su hogar no había espacio para holgazanear, así que desde los cinco años se levantaba a las cuatro de la mañana para ayudar en lo que hubiese que hacer, cuando tuvo siete, ya era experta lavando trastos, y cuando ya alcanzó la hornilla, aprendió a cocinar.




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