Tener la intención de volver a encarnar en su cuerpo no bastó. La liberación que significaba para Lug su nuevo estado era muy difícil de abandonar. Los lazos con el mundo físico habían sido cortados. No sentía nada, no tenía nada a lo que asirse excepto su amor por Dana y ese no era un vínculo exactamente físico.
En su estado incorpóreo, decidió intentar un movimiento. El movimiento podía crear espacio y tiempo a su alrededor. Se encontró avanzando con pasos trémulos de un cuerpo etéreo e imaginario. A su alrededor, seguía habiendo oscuridad, y sus inexistentes pies no podían sentir apoyo en su caminar. Necesitaba restaurar el sentido del tacto, pues ese sentido era el único que podría conectarlo con su cuerpo físico. Lug conocía muy bien el tipo de sensación que haría que todo su ser se enfocara sin remedio en su carne. Después de un momento infinitesimal de duda, decidió crear la situación que lo orientaría hacia su objetivo.
En medio de la negrura, se abrió un espacio gris que se materializó enseguida en un sendero empedrado. Algo brillaba sobre las rocas, algo que refractaba la luz en miles de fragmentos de colores: eran trozos de vidrio, partidos en formas irregulares, con afiladas aristas. Lug hizo un gesto similar al que un cuerpo encarnado hubiese hecho al respirar hondo para darse coraje, y avanzó, apoyando sus pies sobre los cortantes bordes de los cristales. La sensación de dolor repentina fue tan brutal que lo hizo temblar por entero, amenazándolo con un estado de pánico que apenas pudo contener. Al mirar hacia abajo, pudo ver ahora la forma de sus pies, clara y totalmente sólida. De sus plantas, manaba una sangre furiosamente roja que lo fascinó y lo horrorizó al mismo tiempo. Antes de que su instinto lo obligara a retractarse, a huir del dolor, Lug dio otro paso en el sendero, provocando más heridas, más sangre, más sufrimiento. Cada paso era un choque violento que creaba una conexión cada vez más firme con su recreado sistema nervioso, obligándolo a unir su esencia con la substancia material que había sido su cuerpo. A medida que marchaba en su camino de tortura auto-infligida, era capaz de percibir con más precisión las uñas de sus dedos clavándose en sus palmas, sus dientes apretados, su entrecejo fruncido, la tensión de sus músculos, el hormigueo de la adrenalina invadiendo su sangre…
Lug cerró sus ojos con fuerza, temeroso de no poder resistir el proceso hasta el final. Cuando volvió a abrirlos tentativamente, descubrió con cierta sorpresa que la negrura a su alrededor había sido reemplazada por una luz cálida y agradable. Alguien sostenía su mano, y cuando pudo enfocar mejor su vista, vio un rostro que se inclinaba sobre el suyo. Los ojos del rostro eran de un acuoso celeste y brillaban con lágrimas que se derramaban en silencio por sus mejillas. Su piel era blanquecina, enmarcada por una cabellera ondulada y rubia.
—Dana… —murmuró Lug, reconociéndola.
—Gracias por volver a mí —sonrió ella, rodeando el cuello de él con sus manos y acercando su rostro hasta rozar sus labios con los de ella en un tierno beso.
Dana despegó los labios de los de su esposo al sentir que él no respondía al beso. Observó su rostro con desconcierto y frunció el ceño preocupada al ver el dolor en sus ojos:
—¿Estás bien? —inquirió, alarmada.
—¿Dónde estamos? —miró él en derredor, estudiando la iluminada habitación y evitando deliberadamente responder a la pregunta de Dana.
—En la habitación de Lyanna y Augusto, en Baikal —respondió ella, tratando de convencerse de que la fría reacción de él se debía solo a su pasajera desorientación.
Lug recorrió con sus manos las suaves sábanas de la cama donde estaba acostado. Inspiró profundamente el aire: olía a jazmín. Apoyó tentativamente un codo sobre el colchón e intentó incorporarse. Al ver su intención, Dana le pasó un brazo por la espalda y lo ayudó a sentarse en la cama:
—Tranquilo, despacio —le advirtió.
Con la asistencia de Dana, Lug bajó los pies al piso alfombrado de la habitación y se puso de pie. Con su esposa sosteniéndolo por la cintura, caminó con pasos inciertos hasta una de las amplias ventanas por donde entraba el sol del amanecer. Apoyó las yemas de los dedos sobre el vidrio tibio, calentado por el sol, y se quedó allí parado por un largo rato. Dana se mantuvo en silencio a su lado, dándole tiempo para que se aclimatara nuevamente a su cuerpo.
—¿Cuánto tiempo…? —preguntó Lug suavemente.
—Casi dos días —le respondió ella—. El lugar donde estuviste… ¿Cómo es?
—No es un lugar, es un estado —contestó él.
—¿Y cómo es ese estado?
—¿Cómo es la muerte?
—Sí.
—Oscura y libre —dijo él, enigmático.
—¿Estás bien? ¿Estás realmente bien? —le preguntó ella, posando una mano suavemente sobre la mejilla de él.
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Editado: 11.12.2019