Lorcaster - Libro 7 de la Saga de Lug

PARTE IX: EL FUEGO DE LA JUSTICIA - CAPÍTULO 41

—Tienes un visitante —dijo uno de los dos guardias apostados a los lados de la reja reforzada que cerraba uno de los túneles laterales bajo tierra que se extendían por kilómetros por debajo de la escuela y los pantanos de los alrededores en las Marismas.

Nemain levantó la cabeza, esperanzada. Esperaba noticias de alguna de sus hermanas, pues además de haberla encerrado en aquel oscuro y húmedo lugar de forma física, sus enemigos también habían conjurado una prisión energética que no le permitía hablarles telepáticamente. Sabía que las dos estaban vivas y no percibía que estuvieran sufriendo de forma desmedida, así que había deducido que no las estaban torturando. Seguramente, estaban enterradas en celdas como la de ella, esperando.

Nemain no tenía prisa, sabía que su cautiverio era solo un contratiempo transitorio para sus planes. La Tríada seguía en pie, y tarde o temprano, su poder multiplicado sería restaurado. En las muchas horas de oscuro encierro, Nemain se había deleitado imaginando las atrocidades indecibles con las que torturaría a quienes la habían capturado.

—Déjenme solo con ella —dijo la voz del visitante.

Los guardias cruzaron una mirada inquieta.

—Nuestras órdenes son… —comenzó uno de ellos, titubeante.

—¿Saben quién soy? —lo cortó el visitante.

—Sí, señor.

—¿Y saben también quién autorizó esta visita?

—Sí, señor.

—Entonces hagan lo que les digo —les ordenó con voz autoritaria.

—Sí, señor —asintió el guardia e inclinó la cabeza hacia su compañero—. Vamos —le dijo.

El otro guardia suspiró y siguió a su colega sin protestar.

El visitante se acercó a los barrotes de la celda lo suficiente como para poder inspeccionar a la prisionera, pero sin tocarlos.

Los ojos de Nemain se abrieron sorprendidos:

—¿Nuada?

—Hola, Nemain —respondió Nuada con el rostro grave.

—¿Qué haces aquí?

—Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo —dijo Nuada.

Nemain lanzó una sonora carcajada:

—Ya hemos pasado por esto antes. ¿Viniste otra vez a vociferar tus amenazas vacías?

—Tu arrogancia no ha disminuido con los años —dijo Nuada con voz desapasionada.

—Tu cobardía tampoco —le retrucó ella con desdén—. Si tus amigos no hubieran anulado mi habilidad temporalmente, te libraría ahora mismo de tu vergonzosa vida solo con un pensamiento. Pero no te preocupes, pronto pagarás por tus errores tal como todos los otros que pretendieron manipularme.

—Di tus últimas palabras, Nemain. Este es tu final —habló Nuada con ominosa calma.

—¿Quieres hacerme creer que finalmente has reunido las agallas para matarme? —se burló ella—. No pudiste hacerlo cuando me embaracé de ti, tampoco pudiste hacerlo después de que nacieron nuestras hijas. Ni siquiera pudiste encargarte de Murna, aun sabiendo de lo que ella era capaz. Tu preciosa tribu de guerreros semisalvajes siempre supo que eras débil, por eso aprovecharon la oportunidad de destituirte y reemplazarte por Dana usando la excusa de la pérdida de tu mano.

Nuada apretó los puños, pero logró mantener su rostro impávido. Nemain lo escrutó de arriba a abajo:

—Solo por curiosidad —apoyó el rostro sobre los barrotes de la celda—, ¿cómo pensabas hacerlo? Veo que no traes tu espada. ¡Oh! Tal vez pensabas ahorcarme con tus propias manos, ahora que tienes las dos. Ah, no, cierto, tampoco puedes hacerlo —fingió desazón—, tus amigos crearon una burbuja de energía que no permite que me toques o yo a ti. ¡Una lástima!

Por primera vez en toda la conversación, Nuada se permitió una sonrisa. Nemain no tenía idea.

—Si quieres matarme, tendrás que liberarme primero —siguió ella—, pero tampoco puedes hacer eso.

—Y aunque pudiera, no soy tan estúpido como para hacerlo —se encogió de hombros él—. Tampoco lo necesito.

—Adelante, haz tu mejor esfuerzo para matarme, será interesante verlo —se mofó ella—. Necesito algo de entretenimiento después de tantas horas en este aburrido lugar.

—Por primera vez, será un placer complacerte —le sonrió él.

Ella se cruzó de brazos, intrigada por saber lo que Nuada se traía entre manos.

El rey de los Tuatha de Danann cerró los ojos por un momento, el entrecejo fruncido en concentración para invocar una fuerza dormida en su interior. Hacía mucho tiempo que no apelaba a su largamente olvidada habilidad, demasiado, tanto, que era probable que nadie en el Círculo recordara ya cuál era, excepto Myrddin y él mismo. Se había pasado más de la mitad de su vida reprimiéndola en su interior, ahogando su constante llamado destructivo. Pero ahora, abrió de par en par las compuertas de la barrera que inhibía su poder, permitiendo que lo inundara, que lo llenara por completo con su fuerza.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.