Akir estaba acomodando unas jarras de cerveza en una bandeja del otro lado del mostrador en la posada La Rosa cuando escuchó el chirrido de la puerta al abrirse, anunciando nuevos clientes. Levantó la vista enseguida y vio que se trataba de dos jóvenes extranjeros. Uno era rubio y ayudaba a caminar al otro, de cabellos negros y largos, con esfuerzo.
—Parece que alguien comenzó a tomar desde temprano —comentó Frido a su lado.
—No puedo creerlo —abrió Akir los ojos, asombrado. Había reconocido al joven rubio.
—Oh, Akir, llevas demasiado tiempo aquí como para no poder creer que los jóvenes de hoy tienen por costumbre alcoholizarse a todas horas —dijo Frido.
—No, tío, no es eso. El muchacho rubio es Llewelyn, el hijo de Lug.
Frido dejó de inmediato lo que estaba haciendo y corrió a recibir a sus nuevos clientes, seguido de cerca por Akir.
—Bienvenidos —hizo una reverencia el tabernero ante los dos muchachos—. Es un honor recibir a tan ilustre visitante. Bienvenido, Llewelyn, hijo de Lug, Señor de la Luz —dijo con voz estentórea y tono rimbombante para que todos en La Rosa pudieran escucharlo claramente.
En verdad, todos los demás parroquianos en la taberna, en distintos estados de ebriedad, voltearon a mirar a los recién llegados con gran interés.
Akir se colocó del otro lado de Augusto y ayudó a Llewelyn a sostenerlo:
—Tu amigo no se ve bien, Llew —dijo.
—Es su estómago. Estará bien —aseguró Llewelyn.
Frido se apresuró a despejar una mesa y trajo dos sillas. Akir y Llewelyn sentaron al descompuesto Augusto en una de ellas. Observando el verdoso rostro de Augusto, Frido atinó a traer un cubo de madera justo a tiempo. Augusto vomitó en el cubo.
—Espero que esto te sirva de disuasión para la próxima vez que decidas beber en exceso, jovencito —lo amonestó Frido.
Augusto levantó la cabeza del cubo. Sus ojos destellaron furiosos:
—No bebo alcohol, señor, nunca —espetó, disgustado ante las insinuaciones del tabernero.
—Son los efectos secundarios del teletransporte —explicó Llewelyn.
—Oh, me disculpo, señor —dijo Frido, nervioso—. No debí juzgar sin saber.
—En verdad —gruñó Augusto.
—¿Tal vez su amigo necesita recostarse? —ofreció Frido a Llewelyn—. Tenemos habitaciones disponibles con camas muy cómodas. Los precios son… —se detuvo en seco—. No hay cargo para el hijo de Lug y sus amigos, desde luego —concluyó.
—Estoy bien —dijo Augusto, aunque su palidez y el hecho de que se agarrara fuertemente del borde la mesa para poder sostenerse erguido en la silla lo desmintieran.
—Gracias por el amable ofrecimiento, pero no vinimos a pasar aquí la noche —dijo Llewelyn—. Vinimos a pedir información.
—Entonces, vinieron al lugar más indicado de todo el Círculo —sonrió Frido, ufano, acercando otra silla a la mesa y sentándose junto a los visitantes—. Soy todo oídos. ¿Qué necesitan saber?
—Mi hermana, Lyanna, tuvo un… accidente en el Paso Blanco —comenzó a hablar Llewelyn con cautela.
—Accidente o ataque —especificó Augusto—. Tiene una herida en la cabeza y encontramos indicios de que alguien se la llevó en una carreta pequeña tirada por un solo caballo. Pensamos que fue traída a Polaros.
El rostro de Frido se puso serio:
—¿Cuándo fue esto? —preguntó.
—Creemos que hace apenas unas horas —respondió Llewelyn—. ¿Le han llegado noticias que puedan ayudarnos a encontrarla?
—No, lo siento —meneó la cabeza Frido—. Pero puedo hacer averiguaciones al respecto —aseguró—. Necesitaré una descripción de la chica.
—Rubia, cabellos largos, ojos celestes, tez blanca —comenzó a describirla Augusto.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó el tabernero.
Llewelyn y Augusto cruzaron una mirada sin contestar. Frido los observó desconcertado, sin comprender por qué ambos muchachos dudaban en darle una respuesta tan simple.
—Veinte años —dijo Llewelyn al fin. Augusto no lo contradijo.
Frido quería saber más. Quería saber que hacía la hija de Lug en el Paso Blanco y por qué alguien de Polaros querría atacarla. Era obvio que los muchachos tenían esa información, pero no parecían muy dispuestos a suministrarla. El tabernero abrió la boca para hacer más preguntas, pero uno de sus clientes le llamó la atención hacia la puerta de la posada. Alguien acababa de entrar y lo estaba buscando con urgencia.
—¿Everet? —se puso de pie Frido para ir a su encuentro—. ¿Sabe Hilda que estás aquí tan temprano?
—Necesito hablarte en privado —dijo el recién llegado, nervioso.
—Claro, claro —le palmeó la espalda Frido, guiándolo hacia un rincón apartado, cerca de la chimenea, donde los dos comenzaron una conversación susurrada y urgente.
Llewelyn, Augusto y Akir observaron el intercambio con interés, pero desde donde estaban, no podían distinguir las palabras entre Frido y Everet.
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Editado: 11.12.2019