Merianis cerró los ojos por un momento y arrugó el entrecejo. La voz en su mente la había tomado por sorpresa. Volvió a abrir los ojos y observó a Dana de soslayo, pero ella no parecía haber escuchado la voz.
—¿Cuánto tiempo más, Merianis? —preguntó Dana con voz cansada, su rostro estaba ojeroso y sombrío, iluminado por el fluctuante fuego.
Habían pasado casi veinticuatro horas desde que Lug entrara en el Ojo Verde y todavía no había señal alguna de él. Ninguna de las dos mujeres se había movido del lugar donde lo habían despedido. Dana estaba mortalmente cansada y con los nervios crispados por la larga espera, pero Merianis no había siquiera intentado sugerirle que durmiera un rato, pues sabía que Dana no aceptaría tal sugerencia. Quería estar atenta y lúcida en caso de que él la necesitara, aunque eso le resultaba cada vez más difícil. La tensión le había destrozado los nervios, y su cuerpo rígido y dolorido, junto con su rostro agobiado, lo denotaban claramente.
—Pronto amanecerá —dijo Merianis, mirando el cielo.
Eso no contestaba a la pregunta de Dana, pero la esposa de Lug no insistió. Entendía que Merianis no sabía la respuesta. La reina de las mitríades arrojó unas pocas ramas más al fuego con el que se habían calentado durante la larga noche. Ante ellas, el Ojo Verde seguía impertérrito, ignorando su presencia. Merianis cerró los ojos otra vez y los volvió a abrir después de un largo momento. Dana no le dio importancia, pensó que Merianis solo estaba luchando contra el sueño y el cansancio, pero no era eso. La mitríade había escuchado otra vez la voz en su mente.
Merianis tomó el odre con aquel vino dulce y ambarino que había traído más temprano y sirvió dos copas, extendiendo una a Dana:
—Tomad —le indicó—. Relajará vuestros nervios. No seréis de mucha ayuda si no podéis calmaros un poco.
Dana suspiró y tomó la copa, vaciando su contenido de un largo trago sin protestar. Demasiado tarde se dio cuenta de que el sabor del vino era diferente, más amargo. Demasiado tarde se dio cuenta de que Merianis no había tomado ni un sorbo del suyo.
—¿Qué…? —fue todo lo que la esposa de Lug alcanzó a articular antes de desvanecerse sobre el suave césped de Avalon.
—Lo siento —murmuró Merianis.
La mitríade tomó unas mantas apiladas junto al tronco de un árbol y envolvió a Dana con ellas. Alimentó una vez más la fogata, se sacudió las hojas y los restos de césped de su vestido y se alejó del lugar, abandonando a Dana a un sueño profundo.
Merianis comenzó a rodear el Ojo Verde con precaución, manteniendo una cautelosa distancia. La vibración que emitía el Ojo había cambiado, aunque de forma casi imperceptible. La mitríade siguió la voz que la llamaba en su mente. Del otro lado del laberinto vegetal, en un claro sin árboles, lo vio por fin. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas delante de él. Tenía las manos apoyadas suavemente sobre las rodillas con las palmas hacia arriba. A su lado, sobre el césped, descansaba la daga que ella misma le había procurado para el ritual.
—Tuve que dormir a vuestra esposa —dijo Merianis con tono acusador—, y no me gustó hacerlo. Es ella la que debería estar aquí y no yo.
—Gracias por acudir a mi llamado sola —le dijo Lug, impasible.
—¿Cómo fueron las cosas allá adentro? —señaló Merianis el Ojo Verde que estaba a sus espaldas.
—Mi presencia aquí demuestra que todo salió bien —dijo Lug.
—Pero algo no está bien… —frunció el ceño Merianis, acercándose más a Lug.
—Hasta ahí es suficiente —la detuvo Lug cuando la mitríade estuvo a unos cinco metros de él.
Merianis abrió la boca para preguntar por qué no le permitía acercarse más, y entonces vio sus manos. Sus muñecas tenían sendas heridas abiertas de las que manaba sangre, derramándose por sus rodillas y formando oscuros charcos que la tierra iba absorbiendo lentamente. La hoja de la daga estaba ensangrentada y no había dudas de que había sido el instrumento con el que Lug se había auto infligido las heridas.
—¡Lug! ¿Qué…? —se elevó rápidamente Merianis en el aire para volar hacia él.
—¡No! —le prohibió Lug con voz firme.
Ella no le hizo el menor caso y siguió avanzando hacia él.
—No me obligues a paralizarte. No te va a gustar —la amenazó él.
Merianis posó los pies en tierra con los dientes apretados, obedeciendo con reticencia.
—¿Por qué? —preguntó Merianis con los puños cerrados y tensos en frustración.
—Mi conexión con este cuerpo es más tenue que nunca —respondió él—. Solo manteniendo las heridas abiertas logro enfocarme lo suficiente.
—¡Pero os estáis desangrando! —protestó Merianis.
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Editado: 11.12.2019