Lorcaster - Libro 7 de la Saga de Lug

PARTE XI: BIENVENIDA - CAPÍTULO 55

Lug abrió los ojos y se encontró acostado boca arriba en una cama mullida y espaciosa. Lo primero que vio fueron los hermosos frisos de hojas y flores pintados en el techo de la habitación. Escuchó a alguien moviéndose detrás de una cortina que dividía la habitación en dos partes. Apartó rápidamente las mantas que lo envolvían y descubrió que estaba desnudo. Sus muñecas estaban firmemente vendadas con una tela blanca.

Al escuchar que la persona que estaba del otro lado se asomaba para chequear su estado, se tapó rápidamente de nuevo con las mantas.

—Ah, ya estás despierto, qué bueno.

Era Dana. Llevaba puesta una túnica blanca que le llegaba hasta las rodillas e iba descalza.

—Toma esto, te ayudará a reponer fuerzas.

Lug cogió el vaso que ella le alcanzaba con un brebaje verde azulado y lo bebió sin chistar. Ella esperó pacientemente a que él terminara, tomó el vaso de sus manos y lo dejó en una mesa cercana.

—Muy bien —dijo ella—. Ahora procederemos— anunció.

Lug no tuvo tiempo de preguntar con qué se suponía que iban a proceder. Ella retiró las mantas de un tirón antes de que él pudiera sujetarlas.

—Siéntate —le ordenó.

—Dana… —intentó él.

—No, no hablaremos —lo frenó ella—. Siéntate.

Lug obedeció, sentándose en la cama con las piernas cruzadas frente a él. Acto seguido, ella se quitó la túnica que llevaba y quedó tan desnuda como él.

—¿Dónde está Merianis? —preguntó Lug con inquietud.

—Merianis no está en Avalon. Fue a resolver un asunto de hadas —respondió ella, sentándose en la misma posición frente a él en la cama.

—¿Qué asunto de hadas? —inquirió él.

—Uno que no nos concierne ni a ti ni a mí en este momento —replicó ella, inclinándose hacia un costado y tanteando bajo de la cama hasta encontrar su viejo puñal.

—Dana, sé que estás enojada, si me dejas explicarte… —comenzó él.

—No —lo volvió a cortar ella—. No tienes nada que explicar, pero sí tienes algo que hacer.

—¿Qué quieres de mí? —tragó saliva él.

Dana tomó la mano derecha de él y le puso el mango del puñal en la palma, cerrando los dedos de él alrededor. Sosteniendo luego la mano de él con la de ella, ubicó el puñal de forma que la punta quedara apoyada en el medio del pecho de ella.

—Dana, ¿qué haces? ¿Qué…?

—No es la primera vez que estamos en esta situación —le dijo ella—. Este es el mismo puñal que sostuviste contra mi pecho hace muchos años en el bosque de Medionemeton, en terreno de las mitríades. Supongo que es adecuado que nos encontremos en Avalon esta vez, suelo de hadas otra vez. Mientras descansabas, afilé bien la hoja así que no necesitas empujar con gran fuerza.

—Dana… —meneó la cabeza él.

—Después de que me mates, puedes terminar con tu vida como lo habías planeado. No te irás sin mí, Lug, no lo harás.

—No —tironeó él hasta soltarse de la mano de ella—. No convertiremos esto en Romeo y Julieta —dijo, arrojando el puñal con fuerza al otro lado de la habitación.

—No sé quiénes son Romeo y Julieta —dijo ella—, pero supongo que lo que quieres decir es que no estás de acuerdo con un pacto suicida entre nosotros.

—Sí, eso es lo que quiero decir. No voy a…

—Bien —lo volvió a cortar ella sin dejarlo terminar—, entonces procederemos con la opción dos.

—¿Cuál es la opción dos? —preguntó él con el ceño fruncido por la desconfianza.

Por toda respuesta, ella apoyó la palma de su mano derecha de lleno sobre el pecho desnudo de él, en el lugar exacto donde estaba la marca de la quemadura del Tiamerin.

—Da… —intentó llamarla él.

La sensación que invadió todo su cuerpo lo dejó sin respiración. Primero fue apenas una tibieza agradable emanando de la mano de ella, que se fue extendiendo a través de sus nervios y sus músculos, relajándolos. Ante la repentina intrusión, Lug intentó tensar el cuerpo, pero le fue imposible hacerlo. Sentía que todo su cuerpo se ablandaba y que perdía el control. Todo lo que atinó a hacer fue contener la respiración.

—No tengas miedo, respira —le dijo ella con suavidad.

—¿Qué me estás haciendo? ¿Qué…?

—Shshsh —lo calló ella—. No hables, solo siente.

Ella tomó la mano derecha de él y la apoyó en el pecho de ella. Él no se resistió.

—Eso es, ábrete a mí, confía en mí —le susurró ella—. Recuerda quién soy.

—Mi guía —entrecerró los ojos él, cada vez más relajado.




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