La fortaleza se alzaba imponente, gris y severa. Las inmensas paredes de roca mostraban los surcos de años de erosión por el viento de las montañas. Originalmente, había sido una especie de academia militar donde todos los soldados del sur iban a hacer su entrenamiento, endureciendo su cuerpo y su carácter gracias a la difícil vida de aquel solitario paraje y al rigor cruel de sus maestros: Fort Mount, el hogar del barón Kerredas. Con el tiempo, la parte sur de la enorme muralla había sido derribada en parte para extender sus paredes y así acomodar a los moradores que año a año venían a probar suerte en las inhóspitas montañas. Después del pacto que el regente de Colportor había firmado con el Norte, la llegada de candidatos para el ejército había menguado notablemente, lo que había también resentido a Kerredas. El barón seguía pensando que el peligro de una invasión desde el norte no se había acabado, sino que seguía latente. No era de extrañarse entonces, que la inesperada aparición del rey Nuada en sus tierras con una escolta armada, tratando de escabullirse por el Primer Paso, le diera perfectos argumentos para reflotar el tema de reforzar el reclutamiento de soldados.
Sentada sobre una roca en las montañas y envuelta en una agradable burbuja de 23,5 grados de temperatura que no permitía que el helado viento llegara hasta ella, Lyanna observó con atención la fortaleza por un largo rato. Vio sirvientes, yendo y viniendo por el patio central, lavando y tendiendo ropa, limpiando y sacando la basura, bombeando agua, cargando víveres. Los sirvientes siempre tenían acceso a todas partes y eran invisibles, pues estaban en el último peldaño de la escala social y nadie les prestaba atención. El anonimato tenía sus ventajas, pero no, Lyanna estaba más interesada en los soldados. Los soldados tenían tareas diferentes y accesos diferentes a la fortaleza. Observó sus funciones: vigilar, patrullar, entrenar. Un buen grupo de ellos había sido destinado a realizar reparaciones en las murallas. Estos soldados trabajaban con reticencia y un oficial los vigilaba atentamente, listo para disciplinarlos con una vara si holgazaneaban. Lyanna siguió observando. Descubrió diferencias en los uniformes según las áreas de trabajo, según los rangos, según sus ocupaciones. Aprendió sus gestos, sus saludos, sus formas de dar y recibir órdenes, cómo se conducían, los tipos de armas que portaban y la forma en que las llevaban. Finalmente, Lyanna eligió a quién quería personificar y bajó de la montaña.
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—Ábrela —ordenó el castellán.
—Sí, señor —el guardia introdujo la llave en la pesada puerta de madera y abrió la celda de la mazmorra reservada para prisioneros de alto rango.
El castellán entró y dio órdenes de que no quería ser molestado. El guardia se retiró y cerró la puerta tras de sí. El prisionero se puso de pie. No estaba encadenado, aunque sí un poco sucio y desaliñado. Su rostro mostraba a un hombre cansado y resignado. La celda no era el agujero sofocante que solía encontrarse en este tipo de mazmorras, sino más bien una habitación austera pero suficientemente cómoda como para que un prisionero no se sintiera como un animal. Había una cama con sábanas y mantas limpias, una silla y una pequeña mesa de madera donde descansaban unas velas, papel, tinta y pluma por si el prisionero quería escribir alguna carta, y también una jarra con agua y un vaso. A tres metros por encima de la mesa, había una pequeña ventana enrejada que proveía luz natural durante algunas horas del día. En la esquina derecha había un recipiente de madera para usar de baño, y a su lado, había incluso un brasero para calentar la celda durante la noche.
—Te tratan bien, abuelo —opinó el castellán después de inspeccionar la celda con mirada crítica.
—Sí, señor, y estoy agradecido —inclinó la cabeza el prisionero, sin entender bien por qué el oficial lo había llamado “abuelo”.
—Oh —dijo el castellán, mirándose el uniforme—, por supuesto. No me reconoces con este aspecto, lo siento.
El castellán cerró los ojos y el uniforme comenzó a cambiar el color de azul a blanco. La cota de malla se disolvió y se volvió fino algodón. El rostro del castellán y todo su cuerpo pareció difuminarse por un momento, y cuando entró en foco de nuevo, ya no era el castellán, sino una joven rubia de unos veinte años con un vestido blanco.
—¿Lyanna? —dijo el prisionero con la boca abierta de asombro.
—Hola, abuelo.
Nuada se quedó sin palabras, congelado en el lugar:
—¿Cómo…? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo me encontraste? —tartamudeó.
—El cómo es fácil de responder —dijo ella—: Julián, el jefe de seguridad de la escuela, tiene una red de informantes en todo el sur y recibió el reporte de que Kerredas te había apresado. El qué depende de ti.
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Editado: 11.12.2019