Alí abrió los ojos. De inmediato, alzó una mano para resguardarlos de la enceguecedora luz del medio día que entraba por la puerta de su precario refugio de madera en Baikal. Ahí fue cuando se dio cuenta de que tenía una aguja clavada en el antebrazo, conectada a un tubo plástico flexible que salía de una botella también plástica, colgada de un clavo por encima de su cabeza. Frunció el ceño con disgusto y arrancó la invasora aguja. ¿Quién se había atrevido a hacerle esto?
Intentó pararse, pero las piernas no le respondieron. ¿Cuánto tiempo había durado el profundo trance de su meditación esta vez? Algo le decía que mucho más de lo que había calculado como seguro. Muy despacio, comenzó por mover los dedos de los pies, activando la circulación. Comenzó con ejercicios de respiración forzada, exhalando con fuerza por la boca para despertar todos sus sistemas. Casi de inmediato, comenzó a sentirse más lúcido. Masajeó sus piernas con paciencia por un largo rato, hasta que la sensación volvió a ellas. Rotó con cuidado las articulaciones de tobillos y rodillas. Finalmente, intentó otra vez ponerse de pie. Esta vez lo logró.
Se dio cuenta de que estaba hambriento. Miró en derredor, pero no vio por ningún lado el plato de comida y la jarra con agua que Mercuccio solía dejarle. Eso era extraño.
Pero lo más extraño era que por primera vez en mucho tiempo, tenía deseos de abandonar su introspección y abrirse al mundo que lo rodeaba. Cuando llegó por primera vez a Baikal, supo enseguida que este era el lugar en el que llegaría a la iluminación. De inmediato, notó que los habitantes de este santuario sobrenatural en medio de las montañas no aprobaban su comportamiento antisocial, su ostracismo, e insistían en hablarle, aun sabiendo que él no comprendía su idioma. A él no le interesaba la comunicación con otros, solo la comunicación consigo mismo. Había venido a Baikal a encontrarse, a despertar. La única que parecía entenderlo era Lyanna, que nunca intentó forzarlo a nada y dejó que construyera su refugio alejado de la residencia principal, encargándose de que fuera alimentado sin ser molestado en su misión personal.
Poniendo un pie frente al otro con cuidado, Alí avanzó hacia la puerta y la traspasó. Del otro lado, lo recibió un día espléndido con un sol radiante y una agradable temperatura de 23,5 grados. Alí respiró hondo el aire puro de la montaña, llenando sus pulmones como si respirara por primera vez. Sentía como si hubiese nacido de nuevo, como si el mundo fuera nuevo para él, y en vez de aislarse y alejarse de él, sintió ganas de explorarlo.
Se agachó y acarició las verdes y saludables briznas de hierba, sintiendo un hormigueo insistente en las yemas de los dedos. Tomó entre sus dedos una de las hojas y descubrió que la planta le estaba hablando. Sorprendido, soltó la hoja.
—Bienvenido —le volvió a decir la planta—. No te asustes.
¿Cómo era posible que la planta le estuviera hablando con palabras que él podía entender?
—Tócame. Está bien —le dijo el vegetal.
Inseguro, Alí volvió a extender la mano y rozó con un dedo la hoja.
—Ahhh —suspiró la planta—. Todos nos preguntamos cuando despertarías, cuando comprenderías.
—¿Comprender qué? —dijo Alí.
—Que tu camino no era la reclusión sino la comunicación perfecta con todo lo viviente —le respondió la planta—, que tu misión es ayudar a los seres a entenderse unos con otros.
Alí asintió, reconociendo la verdad en aquellas palabras.
—Ve. Disfruta el despertar de tu habilidad —lo animó la planta.
Alí sonrió, se puso de pie y se encaminó con pasos decididos hacia la residencia principal de Baikal. De seguro, todos se sorprenderían al verlo llegar a la casa.
Pero al entrar por la puerta principal, solo lo recibió el silencio.
—¿Lyanna? ¿Mercuccio? —llamó Alí, recorriendo los pasillos y las habitaciones.
No había nadie. ¿Dónde estaban todos? Desilusionado, entró en la cocina y revisó las alacenas. Encontró ingredientes suficientes y aptos para hacerse una buena comida. Cocinó, fascinado por los aromas de las especias, que le volvieron a recordar que estaba hambriento. Se llevó el plato al enorme comedor y disfrutó de su comida en silencio, saboreando cada bocado y reflexionando sobre lo que la planta le había dicho. Era un poco frustrante que su habilidad fuera la comunicación y que no pudiera practicarla con nadie de la casa. ¿A dónde se habían ido los habitantes de Baikal? Y más importante, ¿volverían en algún momento? Esas preguntas no parecían tener respuestas y Alí comenzó a pensar que tal vez era hora de que él también abandonara el santuario y se lanzara al mundo.
Mientras consideraba los siguientes pasos a dar en su nueva vida, Alí escuchó voces traídas por el viento, voces humanas. Se levantó de la mesa y salió afuera. En la lejanía, vio dos siluetas que se movían de forma tortuosa, caminando con dificultad por la pradera. Eran dos personas envueltas en gruesas ropas aptas para la nieve. Una de ellas cayó al suelo y la otra se agachó, tratando de ayudarla a levantarse. Algo estaba mal. Alí corrió hacia ellos.
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Editado: 11.12.2019