Basil encontró al gobernador en la torre de vigilancia de los muelles, observando el mar atentamente con un catalejos. Una brisa suave le volaba los largos y enredados cabellos y hacía flamear levemente su imponente capa negra. El resto de su atuendo era digno de un noble de alto rango, con detalles en cuero y bordados en oro y plata. Cormac parecía mucho más cómodo con sus ropas que el propio Basil. Aun así, era claro que solo las usaba porque así lo dictaba el protocolo, y si bien su atuendo inspiraba el respeto debido a un gobernador, no era con sus ropas que Cormac había logrado la estima de los marinos.
—Señor, disculpe la interrupción… —comenzó con respeto Basil.
—Mira esto, Basil. Dime si lo reconoces —le pasó Cormac el catalejos, sin prestar atención al motivo de la interrupción de su asistente.
Basil suspiró y se puso el catalejos en el ojo, apuntando en la dirección que el gobernador le había indicado. Vio un barco de gran porte en la lejanía. La construcción era muy diferente a la de los barcos del sur.
—No es uno de los nuestros —dijo Basil, escrutando los detalles del navío.
—Lo que pensaba —asintió Cormac—. Lo he estado observando por más de media hora, no se ha movido.
—Está anclado —asintió Basil—. Con ese tamaño, el calado no debe permitirle acercarse a la costa más que eso. No conocen los canales dragados que llevan a los muelles y por eso no deben querer arriesgarse a quedar varados.
—Lo que confirma una vez más que no son de aquí —opinó Cormac.
—Hay algo extraño —dijo Basil, con el catalejos todavía sobre su ojo, olvidando por completo el mensaje urgente que traía para el gobernador, en favor del estudio de este misterioso barco.
—¿Qué cosa? —preguntó Cormac.
—Las velas.
—Sí, están recogidas —dijo el gobernador.
—No, señor —lo contradijo Basil—. Están rotas, están hechas hilachas.
—No recibí ningún reporte de tormentas en los últimos días y los vientos han sido benignos —dijo Cormac—. ¿Qué pudo haber causado esos estragos?
—No lo sé —negó con la cabeza el otro.
—¿Qué sugieres, Basil?
—Sugiero cautela, señor.
—¿Esperar?
—No veo movimiento a bordo, pero alguien debió echar el ancla. Y sin velas, debieron remar hasta aquí, pues las corrientes naturales los hubieran llevado mar adentro de no ser así. Tarde o temprano, intentarán desembarcar con barcas auxiliares y llegar a nuestras costas. Si son hostiles, tenemos mejores oportunidades de contenerlos desde tierra, sin arriesgar a nuestros marinos en una exploración hasta allá.
Cormac asintió en silencio:
—¿Por qué no han intentado desembarcar todavía? —inquirió, pensativo.
—Parece que ellos también están procediendo con cautela. Después de todo, no saben cómo van a ser recibidos.
—Tal vez —murmuró Cormac.
Había otra posibilidad, una de la que Cormac no quiso hablar para no alarmar a Basil. La tripulación del barco misterioso podía estar enferma, lo cual también explicaría la falta de interés por desembarcar. En ese caso, dejarlos acercarse a tierra podría ser fatal para la escasa población de Merkovia.
Cormac suspiró, preocupado:
—¿Qué querías decirme, Basil?
—¿Eh?
—Cuando llegaste, venías a decirme algo, ¿qué es?
—Ah, sí —recordó Basil de repente—. Tiene una visita, señor, una visita importante. La espera en su oficina.
—¿Quién?
—Una dama noble. No quiso revelar su nombre pero trae mucho equipaje.
Cormac frunció el ceño, desconcertado:
—No tengo tiempo para atender damas nobles, Basil. Estoy ocupado —tomó bruscamente el catalejos de manos de Basil y se lo volvió a poner en el ojo.
—Señor… no quiero ser impertinente, pero…
—Entonces, no lo seas —le retrucó Cormac de mal humor.
—Señor, creo que debe ver a esta mujer —insistió Basil.
Cormac resopló con frustración y entregó otra vez el catalejos a Basil:
—Vigila ese barco —le ordenó—. Si deciden desembarcar, ¿cuánto tiempo calculas que tardaran en llegar hasta los muelles?
—Una tres horas, más o menos —respondió el otro.
—Mantenme informado de cualquier novedad —lo instruyó el gobernador.
Cormac bajó por la estrecha y empinada escalera de madera de la torre, para alejarse por la calle principal, hacia su oficina. Llevaba el rostro tenso y los puños cerrados en frustración ante la inoportuna llegada de la inesperada visitante, quienquiera que fuera.
Al llegar, frunció el ceño. Estacionados en la calle frente a su oficina había tres enormes vagones de madera cerrados, tirados por caballos. Delante de los tres vagones, había un suntuoso carruaje. Cormac dio un gruñido de desaprobación al reconocer el escudo labrado en la puerta del carruaje.
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Editado: 11.12.2019