El sonido del goteo fue lo primero que escuchó.
Gota. Gota. Gota.
Cada una caía con una precisión casi insoportable, marcando el paso del tiempo como un reloj invisible.
Clara abrió los ojos y la oscuridad le devolvió una imagen borrosa. El suelo estaba frío, húmedo.
Intentó moverse, pero algo la detuvo: una cadena metálica sujetaba su tobillo.
El aire olía a óxido y cloro.
A miedo.
—¿Hola? —su voz tembló—. ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta.
Solo el eco de su respiración y el leve zumbido de una cámara en algún rincón.
Entonces, su teléfono comenzó a vibrar.
No recordaba haberlo tenido consigo, pero allí estaba, a unos metros de distancia, sobre una bandeja de acero.
La pantalla parpadeaba.
Llamada entrante: 666.
Clara sintió un nudo en el estómago.
Descolgó con manos temblorosas.
Una voz distorsionada habló al otro lado:
—Buenos días, Clara. Has cometido tres errores.
Cada dígito representa uno.
Cada error, una persona.
Solo uno puede seguir con vida.
El teléfono emitió un pitido agudo, y la voz añadió:
—Tienes tres horas. Decide bien.
La llamada se cortó.
Las luces del techo se encendieron con un golpe seco, revelando tres pantallas frente a ella.
En cada una, una persona amordazada, atada y con un número escrito en la frente.
6.
7.
8.
Clara retrocedió, sollozando.
Y entonces lo comprendió.
Ella los conocía.
A los tres.