El corredor se cerró tras ella con un golpe seco.
No había salida.
Solo una lámpara colgando del techo, oscilando como un péndulo cansado.
En el suelo, fotografías.
Cientos de ellas.
Todas de su vida.
Clara a los seis años.
Clara en la escuela.
Clara en el hospital.
Tomó una al azar.
Ella, de adolescente, abrazando a su madre.
Detrás, una sombra difusa, como si alguien más hubiese estado en la toma.
El teléfono sonó.
> “El pasado nunca muere, solo cambia de rostro.”
—¿Qué quieres que vea? —preguntó con la voz rota.
La respuesta llegó en un susurro:
—Que siempre supiste quién era el observador.
Una de las fotos empezó a arder por sí sola.
Las llamas avanzaron hasta revelar la imagen completa:
El hombre del otro cuarto, más joven, con ella… y su madre.
Clara dejó caer la foto, horrorizada.
—No… no puede ser…
—Sí —dijo la voz—.
Él no era un extraño.
Era parte de tu historia.
Las llamas se apagaron de golpe.
En la pared, una frase se dibujó con hollín:
> “El juego comenzó mucho antes de que despertaras.”
Clara cayó de rodillas, comprendiendo que el infierno en el que estaba no había empezado allí.
Había comenzado en casa.