Los amores de Afrodita

El surgir de las aguas.

El mar se había calmado después de una larga tormenta.
El cielo aún guardaba restos de bruma, y el aire olía a sal y a misterio. Desde la costa, unos hombres divisaron algo flotando a lo lejos: un cuerpo que se movía apenas, mecido por las olas.

Sin pensarlo, marcharon hacia la orilla. Las aguas aún estaban turbias, y entre la espuma, la figura parecía dormida, tan quieta que cualquiera habría jurado que estaba muerta.
Uno de los hombres se inclinó, apartó los cabellos húmedos del rostro y, al tocarla, sintió un leve soplo de aire contra sus dedos.
Respiraba.

—Está viva —murmuró con asombro.

Los demás se acercaron, formando un círculo silencioso.
La joven abrió lentamente los ojos, como si despertara de un sueño larguísimo. Tenía la mirada perdida, confundida, y sus labios, de un rosado tenue, se entreabrieron sin emitir palabra.
Su piel pálida brillaba bajo el sol que comenzaba a caer, y su silueta era tan perfecta que los hombres se quedaron sin habla.
No había en ella rastro de heridas ni cicatrices; solo una pequeña marca roja, un tatuaje en forma de corazón sobre el hombro izquierdo, que parecía arder con luz propia.

El hombre que la había tocado la observó fascinado. Era una belleza que ninguno había visto jamás. Sus uñas estaban limpias, sus cabellos castaños aún húmedos, y cada movimiento suyo tenía algo de irreal, como si no perteneciera a ese mundo.

La muchacha se incorporó de golpe, presa de un fuerte dolor en la cabeza. Miró a su alrededor y, al verse desnuda ante extraños, se cubrió el pecho con los brazos, temblando.
—¿Dónde estoy? —preguntó en una lengua que ninguno comprendía.

Los hombres intercambiaron miradas confusas. Sus murmullos en otro idioma la llenaron de miedo. Dio un paso atrás, pero uno de ellos se quitó su capa color carmín y la cubrió con cuidado. Ella la sujetó con fuerza, como si en ese trozo de tela encontrara un poco de protección.

—Vamos —dijo el que parecía el líder, señalando hacia el camino que subía desde la costa.

Ella no entendía, pero obedeció. Caminó descalza entre piedras y arena, sintiendo la vista de todos sobre su piel mojada. A su paso, los aldeanos salían de sus casas, observándola con una mezcla de asombro y temor.

El sol del atardecer se reflejaba en su piel, haciendo que pareciera envuelta en una luz dorada. Todo lo que veía —las vestimentas, los caminos empedrados, las casas de piedra y madera— le resultaba extraño, antiguo, como si hubiera despertado en otra época.

Cada palabra que escuchaba sonaba ajena, lejana. Intentó preguntar, gritar, llorar, pero la incomprensión la ahogaba.
Solo el sonido del mar, que se perdía a su espalda, le recordaba que, de algún modo, había surgido de sus aguas... y que quizás, en ese instante, había comenzado algo que ni los dioses podrían detener.




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