El eco de los pasos resonaba por el largo corredor de mármol. Las antorchas, encendidas a ambos lados, proyectaban sombras danzantes sobre las columnas que sostenían el techo del gran salón. Ares caminaba detrás de los hombres que llevaban a la muchacha. Su cuerpo aún temblaba, envuelto apenas en la capa carmín que alguien había puesto sobre su piel. No hablaba, solo miraba el suelo con una mezcla de miedo y desconcierto.
Cuando cruzaron el umbral del salón principal, el aire cambió. Un brillo dorado emanaba del trono en lo alto, donde Zeus observaba en silencio, majestuoso, con la mirada fija en la recién llegada. Su presencia imponía respeto, pero en ese instante, el dios no vio peligro alguno, sino una belleza tan pura y serena que lo dejó sin palabras.
—Acérquenla —ordenó con voz grave.
Ares bajó la cabeza, sin emitir palabra. Observó cómo ella se movía torpemente, con los pasos de alguien que no entiende el suelo que pisa. Los murmullos entre los presentes crecieron. Algunos decían que era una enviada del mar, otros, que había surgido de un milagro.
Zeus la miró de arriba abajo, y por un instante, el brillo de su mirada se tornó humano.
—¿Quién eres? —preguntó.
La muchacha no respondió. Su respiración era rápida, sus ojos buscaban una salida, su mente no comprendía el idioma ni el lugar.
El dios frunció el ceño.
—No entiende nuestras palabras —murmuró, casi para sí mismo—. Entonces te daremos un nombre.
Sus ojos se posaron en la capa que la cubría, en el brillo aún húmedo de su piel, en la delicadeza de su forma.
—Te llamarás Afrodita —dijo finalmente—, nacida del mar, traída por la espuma.
Un silencio reverente llenó el salón. Ares la observó con atención; había en ella algo distinto, algo que no era de ese mundo.
Zeus levantó la mano, rompiendo la tensión.
—Llévenla a las estancias del este. Que las ninfas la asistan y la vistan. Nadie debe perturbarla.
Luego, sus ojos se posaron en Ares.
—Tú —dijo con voz autoritaria—, vigila. Si notas algo fuera de lo común… me lo harás saber.
Ares asintió en silencio. Mientras Afrodita era escoltada fuera del salón, el dios de la guerra la siguió con la mirada. Había visto muchas cosas, pero nada como aquello. No sabía si era un presagio o una amenaza. Solo sabía que aquella mujer surgida del mar había alterado algo que ni los dioses podían nombrar.
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Editado: 13.11.2025