Las estancias del este

El resplandor del amanecer filtraba hilos dorados entre los cortinajes de lino. Afrodita despertó con el corazón agitado. No recordaba cómo había llegado allí, solo el murmullo del mar y las voces que no entendía. A su alrededor, las paredes relucían con reflejos nacarados, y el aire olía a flores recién cortadas.

Las ninfas del Olimpo se movían con gracia silenciosa. Una de ellas le ofreció una túnica ligera de tonos crema y dorado; otra le cepillaba con delicadeza los cabellos aún húmedos que caían como seda por su espalda. Afrodita las observaba con temor y curiosidad, sin atreverse a hablar.

—No temas, dulce niña del mar —susurró una de las ninfas, como si sus palabras pudieran atravesar el velo del idioma—. Aquí estarás a salvo.

Ella no comprendió, pero la suavidad del tono la tranquilizó. Por primera vez desde su despertar entre las olas, sintió calor, y cerró los ojos dejando que la cuidaran.

Ares observaba desde el pórtico.
Su figura, imponente bajo la armadura, contrastaba con la delicadeza del lugar. No sabía qué lo retenía allí: la orden de Zeus o la inquietud que aquella mujer despertaba en él. Había enfrentado a ejércitos enteros sin sentir una sola duda, pero en ese instante, al verla mover las manos con tanta calma, se descubrió a sí mismo conteniendo el aire.

—No tiene la mirada de una mortal —murmuró para sí, entrecerrando los ojos—. Pero tampoco la de una diosa.

Afrodita alzó la vista, sintiendo algo, como si una presencia invisible la observara. No lo vio, pero su corazón se agitó. Una conexión sutil, apenas perceptible, un hilo de curiosidad se tendió entre ambos sin que ninguno lo comprendiera.

Esa noche, mientras la luna ascendía sobre las torres del Olimpo, Afrodita se sentó junto al ventanal. El reflejo del agua de las fuentes danzaba sobre su piel, y un pensamiento la invadió: ¿Dónde estoy… y quién soy realmente?

Desde la distancia, Ares seguía cumpliendo la orden de Zeus, vigilando. Pero su mirada ya no era la de un soldado en guardia, sino la de un hombre que, sin saber por qué, había quedado cautivo del misterio del mar.