Los días pasaron lentos para Afrodita. Aún no comprendía del todo las palabras de las ninfas, pero había aprendido a sonreír, a asentir y a mirar con atención. El Olimpo era un lugar majestuoso, pero también abrumador; todos parecían observarla, como si esperaran algo de ella que aún no entendía.
Una tarde, mientras el sol caía tras las columnas doradas, una joven de ojos claros y sonrisa traviesa se acercó a ella.
—Tú eres la del mar, ¿verdad? —dijo en tono vivaz, sin ceremonias—. La que Zeus hizo traer.
Afrodita la miró confundida. No comprendía todas las palabras, pero el gesto amistoso la hizo relajarse.
—A… glo… —intentó repetir el nombre que escuchó de las ninfas cuando la muchacha entró.
—Aglauro —respondió ella, riendo suavemente—. Y tú… ¿cómo te llamas?
Afrodita dudó. No recordaba su nombre, ni siquiera si alguna vez lo tuvo.
—No… sé —susurró con tristeza.
Aglauro frunció el ceño y luego sonrió otra vez.
—Entonces te llamaré “la de las olas”. Aunque Zeus dice que te llamas Afrodita. Es un nombre bonito, ¿sabes?
Afrodita repitió en voz baja:
—Afro… dita.
Y por primera vez, sonrió con sinceridad.
Desde aquel día, Aglauro se convirtió en su compañera. Le enseñaba palabras, gestos y costumbres; le mostraba los jardines, los templos, las aves del amanecer. Afrodita escuchaba y aprendía rápido. Era como si el lenguaje se despertara dentro de ella poco a poco, como si ya lo conociera desde un sueño lejano.
—Aquí todos aparentan —le susurró Aglauro un día mientras tejían coronas de flores—. Nadie dice lo que piensa. Pero tú… tú no pareces de aquí.
Afrodita la miró con ternura.
—A veces siento que vine de muy lejos… de un lugar que no recuerdo.
Aglauro la tomó de la mano.
—Entonces ahora tienes este lugar. Y a mí.
El vínculo entre ambas creció como las flores que cuidaban. Aglauro la defendía cuando las otras diosas murmuraban a sus espaldas y Afrodita le correspondía con una dulzura tranquila que desarmaba cualquier envidia.
Desde las alturas del salón del consejo, Ares observaba aquella nueva amistad. No entendía por qué Zeus permitía que esa desconocida caminara entre ellos como si fuera una igual. Pero lo cierto es que cada día que pasaba, el brillo de Afrodita se hacía más notorio, y las miradas del Olimpo comenzaban a volverse hacia ella.
Los días se hacían más suaves en el Olimpo. Afrodita comenzaba a acostumbrarse a los ritmos del lugar: el murmullo de los templos, el aroma del incienso, las voces que se perdían entre las columnas. Aglauro era su guía y su amiga, siempre alegre, siempre hablando más de lo que debía.
Una mañana, mientras tejían coronas de laurel junto a las fuentes, Afrodita se detuvo y llevó la mano a su frente. Su rostro perdió color.
—¿Te sientes mal? —preguntó Aglauro, dejando las flores a un lado.
—Un poco… —respondió Afrodita en voz baja—. Desde hace días me mareo, y el olor del pan quemado me causa náuseas.
Aglauro la observó con curiosidad. Sus ojos brillaron con picardía.
—¿Pan quemado, dices? —repitió, acercándose con una sonrisa juguetona—. Y dime, ¿también te antoja la fruta verde?
Afrodita levantó la mirada, sorprendida.
—Sí… —dijo con inocencia—. No puedo dejar de pensar en ella.
Aglauro soltó una risita leve, tapándose los labios.
—Oh, dioses… Afrodita, eso no es enfermedad —susurró inclinándose hacia ella—. Estás embarazada.
Afrodita quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
—¿Embarazada…? —repitió, apenas creyéndolo.
Aglauro asintió con una mezcla de ternura y asombro.
—Así me sentí yo, cuando lo supe. Ares me llevó aquí al Olimpo para que las ninfas cuidaran de mí —su voz cambió de tono, tornándose más amarga—. Dijo que se haría responsable del niño, pero que no deseaba compromiso alguno.
Suspiró con desdén, mirando hacia los jardines.
—Ares es un bárbaro sin corazón. Un dios hecho para la guerra, no para amar. Solo lo he visto una vez desde entonces… cuando me trajo aquí. Ni una palabra más. Ni una mirada.
Afrodita escuchaba en silencio, sintiendo un extraño nudo en el pecho. No sabía por qué aquella historia la tocaba tan profundamente. Quizás porque, sin entenderlo aún, sentía que sus destinos estaban atados por algo invisible.
Aglauro tomó su mano con dulzura.
—No tengas miedo. Aquí estarás bien. Las ninfas te cuidarán, y yo también.
Afrodita asintió, con la mirada perdida entre las aguas del estanque. En el reflejo vio su rostro sereno, pero sus pensamientos eran un remolino. Había llegado a un mundo que no comprendía, y dentro de sí, un nuevo corazón comenzaba a latir.
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Editado: 13.11.2025