Con los días, el cuerpo de Afrodita comenzó a transformarse. Las náuseas cedieron poco a poco, y en su lugar llegó una calma extraña, un calor en el pecho que no podía explicar. Las ninfas del Olimpo, guiadas por Aglauro, la rodeaban con cuidados y flores frescas, bañándola en aceites perfumados y alimentándola con frutas del huerto de Hera.
Afrodita, aunque aún temerosa, empezaba a sonreír. A veces, cuando el viento soplaba desde el mar, creía escuchar un canto lejano, como voces que la llamaban por su verdadero nombre.
—Tu hijo será fuerte —decía una de las ninfas, acariciando su vientre con reverencia—. Lo traerás al mundo con el resplandor del amanecer.
Afrodita no entendía todo lo que decían, pero el tono de sus voces la reconfortaba. En sus sueños veía olas doradas, cielos en calma, y un niño con ojos como estrellas hundidas en el agua.
Aglauro, por su parte, no se separaba de ella.
—Cuando mi hijo nazca, jugarán juntos —decía riendo—. Serán hermanos de destino, tú verás.
Afrodita la miraba con ternura.
—No entiendo este mundo —susurró un día mientras trenzaban flores—. Todo me parece hermoso y terrible al mismo tiempo.
—Así es el Olimpo —respondió Aglauro con una sonrisa cansada—. Aquí, la belleza y el dolor caminan de la mano. Pero tú… tú eres distinta. No vienes de la guerra ni de la sangre. Eres del mar, y el mar no juzga, solo abraza.
Afrodita guardó silencio.
En su interior, algo la movía —una sensación profunda, como si la criatura que crecía en su vientre llevara consigo un fragmento del pasado que había olvidado—.
A veces, en las noches más tranquilas, se levantaba de su lecho y caminaba hasta los balcones del Olimpo. Desde allí veía las nubes extendidas como mares y se preguntaba si el mundo de abajo recordaría su nombre.
Detrás de ella, sin que lo notara, Ares la observaba desde las sombras, cumpliendo la orden de Zeus.
Pero ya no era solo vigilancia.
Era algo más, un presentimiento que no se atrevía a nombrar.
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Editado: 13.11.2025